miércoles, 23 de mayo de 2012

Errico Malatesta - "La Anarquía y el Método del Anarquismo"



LA ANARQUÍA



ANARQUÍA Y DESORDEN


La palabra anarquía proviene del griego y significa sin gobierno; es decir la vida de un pueblo que se rige sin autoridad constituida, sin gobierno.

Antes que toda una verdadera categoría de pensadores haya llegado a considerar tal organización como posible y como deseable, antes de que fuese adoptada como objetivo por un movimiento que en la actualidad constituye uno de los más importantes factores en las modernas luchas sociales, la palabra anarquía era considerada, por lo general, como sinónima de desorden, de confusión, y aún hoy mismo se toma en este sentido por las masas ignorantes y por los adversarios interesados en ocultar o desfigurar la verdad.

No hemos de detenemos a profundizar en estas digresiones filológicas, por cuanto entendemos que la cuestión, más bien que de filología, reviste un marcado carácter histórico. El sentido vulgar de la palabra no desconoce su significado verdadero, desde el punto de vista etimológico, sino que es un derivado o consecuencia del prejuicio consistente en considerar al gobierno como un órgano indispensable para la vida social, y que, por tanto, una sociedad sin gobierno debe ser presa y víctima del desorden, oscilante entre la omnipotencia de unos y la ciega venganza de otros.

La existencia y persistencia de este prejuicio, así como la influencia ejercida por el mismo en la significación dada por el común sentir a la palabra anarquía, se explican fácilmente.

De igual modo que todos los animales, el hombre se adapta, se habitúa a la condiciones del medio en que vive, y por herencia transmite los hábitos y costumbres adquiridos. Nacido y criado en la esclavitud, heredero de una larga progenie de esclavos, el hombre, cuando ha comenzado a pensar, ha creído que la servidumbre era condición esencial de vida: la libertad le ha parecido un imposible. Así es como el trabajador, constreñido durante siglos a esperar y obtener el trabajo, es decir, el pan -de la voluntad, y a veces del humor de un amo, y acostumbrado a ver continuamente su vida a merced de quien posee tierra y capital, ha concluido por creer que era el dueño, el señor o patrono quien le daba de comer. Ingenuo y sencillo, ha llegado a hacerse la pregunta siguiente: "¿Como me arreglaría yo para poder comer si los señores no existieran?".

Tal sería la situación de un hombre que hubiese tenido las extremidades inferiores trabadas desde el día de su nacimiento, si bien de manera que le consintiesen moverse y andar dificultosamente; en estas condiciones podría llegar a atribuir la facultad de trasladarse de un punto a otro a sus mismas ligaduras, siendo así que estas no habrían de producir otro resultado que el de disminuir y paralizar la energía muscular de sus piernas.

Y si a los efectos naturales de la costumbre se agrega la educación recibida del mismo patrón, del sacerdote, del maestro, etc. -interesados todos en predicar que el gobierno y los amos son necesarios, y hasta indispensables-; si se añaden el juez y el agente de policía, esforzándose en reducir al silencio a todo aquél que de otro modo discurra y trate de difundir y propagar su pensamiento, se comprenderá cómo el cerebro poco cultivado de la masa ha logrado arraigar el prejuicio de la utilidad y de la necesidad del amo y del gobierno.

Figuraos, pues, que el hombre de las piernas trabadas, de quien antes hemos hablado, le expone el médico toda una teoría y le presenta miles de ejemplos hábilmente inventados, a fin de persuadirle de que, si tuviera las piernas libres, le sería imposible caminar y vivir; en este supuesto, el individuo en cuestión se esforzaría en conservar sus grillos o ligaduras, y no vacilaría en considerar como enemigos a quienes desearen desembarazarse de ellos.

Ahora bien, puesto que se ha creído que el gobierno es necesario, puesto que se ha admitido que sin gobierno no puede haber otra cosa sino confusión y desorden, es natural y hasta lógico que el término anarquía, que significa la ausencia o carencia de gobierno, venga a significar igualmente la ausencia de orden.

Y cuenta que el hecho no carece de precedentes en la historia de las palabras. En las épocas y países donde el pueblo ha creído necesario el gobierno de uno solo (monarquía), la palabra república, que significa el gobierno de la mayoría, se ha tomado siempre como sinónima de confusión y de desorden, según puede comprobarse en el lenguaje popular de casi todos los países.

Cambiad la opinión, persuadid al público de que no sólo el gobierno dista de ser necesario, sino que es en extremo peligroso y perjudicial... y entonces la palabra anarquía, justamente por eso, porque significa ausencia de gobierno, significará para todos orden natural, armonía de necesidades e intereses de todos, libertad completa en el sentido de una solidaridad asimismo completa.

Resulta impropio decir que los anarquistas han estado poco acertados al elegir su denominación, ya que este nombre es mal comprendido por la generalidad de las gentes y se presta a falsas interpretaciones. El error no depende del nombre sino de la cosa; y la dificultad que los anarquistas encuentran en su propaganda, no depende del nombre o denominación que se han adjudicado, sino del hecho de que su concepto choca con todos los prejuicios inveterados que conserva el pueblo acerca de la función del gobierno o, como se dice de ordinario, acerca del Estado.



EL ESTADO


Antes de seguir adelante será conve­niente que nos expliquemos acerca de esta palabra, la cual, en nuestro concepto, es causa  verdadera de  muchas confusiones.

Los anarquistas, y entre ellos nosotros, se han servido generalmente de la palabra Estado entendiendo por ella el conjunto de todas las instituciones políticas, legisla­tivas, jurídicas, militares, financieras, etc., por medio de las cuales se arrebata al pue­blo la gerencia de sus propios asuntos, la dirección de su propia seguridad, confiándolas a algunos que, por usurpación o por delegación, se hallan investidos del derecho de legislar sobre todo y para todos y de for­zar al pueblo a respetarlos, valiéndose del apoyo que les presta el poder de todos.

Según esta interpretación, la palabra Es­tado quiere decir gobierno o bien la expre­sión impersonal, abstracta, de aquel estado de cosas que el gobierno personifica. En este caso, las expresiones abolición del Es­tado, sociedad sin Estado, etc., responden exactamente al concepto que los anarquis­tas quieren significar de destrucción de to­do orden político basado en la autoridad y de constitución de una sociedad de hom­bres libres e iguales, basada en la armonía de los intereses y en el concurso vo­luntario de todos al cumplimiento de los deberes y cuidados sociales.

Pero la palabra Estado tiene otros mu­chos significados, entre los cuales algunos se prestan al equivoco, mucho más cuan­do se trata con hombres cuya triste posi­ción social no les ha dejado acostumbrarse a las delicadas distinciones del lenguaje científico, o, peor aún, cuando se trata con adversarios de mala fe, que tienen interés en confundirlo todo y en no querer enten­der nada.

La palabra Estado se usa, por ejemplo. con frecuencia, para indicar una determinada sociedad, cierta colectividad humana reunida en un determinado territorio, for­mando lo que suele denominarse un cuer­po moral, independientemente de la manera de agruparse y entenderse de sus miembros.

Se usa también, sencillamente, como si­nónimo de Sociedad, a causa de cuyo sig­nificado creen nuestros adversarios, o, me­jor dicho, fingen creer, que los anarquistas queremos abolir toda relación social, todo trabajo colectivo, y reducir al hombre al aislamiento, o sea a una condición peor que la del salvaje.

Asimismo se entiende por Estado la ad­ministración suprema de un país, el poder central diferente del poder provincial o municipal, y por este otro sentido se supone que los anarquistas queremos una sim­ple descentralización territorial, dejando en tal estado el principio de gobierno, y se confunde así la anarquía con el comunalismo o con el cantonalismo.

Estado significa, en fin, condición, ma­nera de ser, régimen de vida social, etc., y por esto decimos, por ejemplo, que es pre­ciso cambiar el estado económico de la cla­se obrera, o que el estado anárquico es el único estado social fundado sobre la base de la solidaridad, y otras frases por el es­tilo que, en nuestros labios, ya que por otra parte decimos que aspiramos a la abolición del Estado, pueden, a primera vista, pare­cer paradójicas y contradictorias.

Por estas razones opinamos que es con­veniente emplear lo menos posible la expre­sión abolición del Estado, y reemplazarla por esta otra, más clara y más concreta: abolición del gobierno.

Esto es lo que haremos en el curso del presente trabajo.



EL GOBIERNO


Se ha dicho que anarquía significa socie­dad sin gobierno.

Mas, ¿es posible, es deseable, es conve­niente la supresión del gobierno?

Veámoslo.

La tendencia metafísica (una enferme-dad por la cual el hombre, luego de haber separado, por lógico proceso de su ser, sus cualidades, experimenta una alucinación especial que le hace tomar la abstracción resultante por un ser real), la tendencia metafísica, digo, que, a pesar de los golpes de la ciencia positiva, sigue haciendo presa en el cerebro de .a mayoría de nuestros con­temporáneos, es lo que determina en mu­chos la concepción del gobierno como un ente moral con ciertos atributos de razón, de justicia, de equidad, que son indepen­dientes de las personas encargadas de la función gubernamental. Para estas gentes. el gobierno, o, de un modo más abstracto, el Estado, es el poder social abstracto; es el representante, abstracto también, de los intereses generales; es la expresión del derecho de todos, considerado como limi­te del derecho de cada uno.

Esta manera de comprender el gobierno, cualquiera que sea su forma, y salvo siem­pre el principio de autoridad, es defendi­da por aquellos a quienes interesa, y sobre­vive a los errores de todos los partidos que se suceden en el ejercicio del poder.

Para nosotros, el gobierno es el conjunto de los gobernantes; y gobernantes -rey, presidente, ministros, diputados, etc.- son todos los que poseen la facultad de hacer leyes para regular las relaciones de los hombres entre sí y hacer que se cumplan; de decretar y distribuir los impuestos; de obligarnos al servicio militar; de juzgar y castigar a los contraventores de las leyes; de someter a reglas, registrar y sancionar los contratos privados; de monopolizar cier­tas ramas de la producción y ciertos servicios públicos, o, si lo desean, todos los ser­vicios y toda la producción; de declarar la guerra o ultimar la paz con los gobiernos de otras naciones; de otorgar o negar fran­quicias y otra multitud de cosas por el esti­lo. Gobernantes son, en resumen, todos aquellos que tienen la facultad, en mayor o menor grado, de valerse de la fuerza so­cial, es decir, de la fuerza física, intelectual y económica de todos para obligar a los de­más a hacer lo que a ellos les plazca. Y esta facultad constituye, en concepto nuestro, el principio gubernamental, el principio de autoridad.

Mas, ¿cuál es la razón de ser del go­bierno? ¿Por qué depositar en varios individuos la libertad y la iniciativa propias? ¿Por qué proporcionarles esa facultad de valerse de la voluntad de cada uno, para que de ella dispongan según les acomode? ¿Están tan excepcionalmente dotados que puedan, con alguna apariencia de razón, reemplazar a la masa y atender todos los intereses de los hombres mejor que pudie­ran atenderlos ellos mismos? ¿Son infali­bles e incorruptibles hasta el extremo de poderles fiar, con alguna prudencia, la suerte de cada uno y la de todos, confian­do en su ciencia y en su bondad?

Y aun cuando existen hombres de una bondad y un saber infinitos, y aunque, por una hipótesis que no se ha realizado nunca en la historia, y que a nosotros nos parece de imposible realización, el poder guberna­tivo fuese encomendado a los más capaces y mejores entre los buenos, ¿añadiría la posesión del gobierno alguna cosa a su potencia benéfica? ¿No la paralizaría y destruiría, más bien, por la necesidad en que están todos los hombres en las esferas del poder de ocuparse de innumerables cosas que no entienden, y sobre todo de emplear la mejor parte de su energía en mantener­ se en el poder, contentar a los amigos, tener a raya a los descontentos y someter a los rebeldes?

Y no es esto todo: buenos o malos, sabios o ignorantes, ¿qué son los que gobier­nan? ¿Qué es lo que los indica para fun­ción tan elevada? ¿Se imponen por sí mis­mos en virtud del derecho de guerra, de conquista o de   revolución?  En  tal  caso, ¿quién garantizará al pueblo que se inspirarán en la utilidad general? Pero, si to­do es asunto de usurpación, no resta a los vencidos y a los descontentos otra cosa que la apelación a la fuerza para cambiar la marcha del juego. ¿Son los elegidos en­tre una cierta clase o partido? En este ca­so, triunfarán sin duda alguna los intereses y las ideas de aquella clase o de aquel partido, y la voluntad y los intereses de los demás serán sacrificados. ¿Son, en fin, elegidos por sufragio universal? El único criterio, entonces, es el número, el cual no es prueba ni de razón, ni de justi­cia, ni de capacidad. Los elegidos serán siempre los que mejor sepan engañar a la masa, y la minoría, que puede hallarse cons­tituida por la mitad menos uno, quedará, lo mismo que antes, destinada al sacrificio. Y esto sin contar que la experiencia ha de­mostrado la imposibilidad de hallar un mecanismo electoral por el que los elegidos sean por lo menos representantes verdade­ros de la mayoría.



MISIÓN DEL GOBIERNO


Muchas y muy diferentes son las teo­rías merced a las cuales se ha tratado de explicar y justificar la existencia del go­bierno. Pero todas se basan en el prejuicio, fundado o no, de que los hombres tenemos intereses contrarios y que, por consiguiente, se necesita una fuerza externa, superior, para obligar a todos a respetar los intereses de todos, dictando e imponiendo aquellas reglas de conducta que mejor ar­monicen los intereses en lucha y permitan a cada uno hallar el máximum de satisfac­ción con el menor sacrificio posible.

Si los intereses, dicen los teólogos del autoritarismo, las tendencias y los deseos de un individuo se hallan en oposición con los de otro individuo o con los de toda la sociedad, ¿quién tendrá derecho y sufi­ciente poder para obligar a! uno a respe­tar los intereses del otro? ¿Quién podrá impedir al simple ciudadano que viole la voluntad general? La libertad de cada cual, dicen, tiene por límite la voluntad de los demás; pero, ¿quién establecerá este límite y lo hará respetar? Los naturales antagonis­mos de intereses y pasiones, hicieron nacer la necesidad del gobierno y justificaron la autoridad como fuerza moderadora en la lu­cha social y determinadora de los derechos y deberes de cada uno.

Esa es la teoría; pero la teoría, para ser justa, debe fundarse en hechos y explicar­los, y no como la economía política, que con demasiada frecuencia ha inventado las teo­rías para justificar los hechos, es decir, pa­ra defender el privilegio y hacerlo aceptar tranquilamente por todas sus victimas.

Atengámonos, pues, a los hechos.

En todo el curso de la historia, lo mismo que en nuestra época, el gobierno o es la dominación brutal, violenta, arbitraria, de unos pocos sobre la masa, o bien es un ins­trumento pronto para asegurar el dominio y el privilegio de los que, por la fuerza, por astucia o por violencia, se han apoderado de todos los medios de vida, principalmente del suelo, con e! fin de mantener de tal mo­do al pueblo en la servidumbre y obligarle a trabajar para ellos.

Los hombres son oprimidos de diversas maneras, o directamente, con la fuerza bru­tal, con la violencia física, o de un modo in­directo, despojándoles de los propios me­dios de subsistencia y obligándoles así a rendirse a discreción. La primera opresión dio origen al poder, o sea al privilegio po­lítico; la segunda hizo nacer el poder o pri­vilegio económico.

También se oprime a los hombres de otro modo: influyendo sobre su inteligencia y su sentimiento, lo que constituye el poder religioso o universitario. Mas como el es­píritu no existe sino como resultante de las fuerzas materiales, así la mentira y las cor­poraciones constituidas para propagarla no tienen razón de ser sino como consecuen­cia del privilegio político y económico, y son un medio de defenderlo y consolidarlo.

En las sociedades primitivas, poco nume­rosas y de relaciones poco complicadas, cuando una circunstancia cualquiera impi­dió que se estableciesen costumbres de so­lidaridad, o destruyó las que existían, esta­bleciendo el dominio del hombre sobre el hombre, los dos poderes, el político y el eco­nómico, se hallaron reunidos en unas mis­mas manos, que podrían ser las de un solo hombre. Los que vencían por la fuerza, dis­ponían de las personas y de las cosas de los vencidos y les obligaban a servirles, a trabajar para ellos y hacer en todo lo que tenían por conveniente. Eran los vencedo­res a la vez propietarios, legisladores, jue­ces y verdugos.

Pero al ensancharse la sociedad, aumen­tan las necesidades, se complican las rela­ciones sociales, llega a hacerse imposible la existencia prolongada de un despotismo se­mejante. Los dominadores, o por seguridad, o por encontrarlo más cómodo, o por impo­sibilidad de proceder de otra manera, se ven en la necesidad de apoyarse, por una parte, en una clase privilegiada, en cierto número de individuos cointeresados en el do­minio, y de dejar, por otra parte, que cada cual provea como le sea posible a su propia existencia, reservándose para sí el supremo dominio, que es el derecho de disfrutar lo más posible y la manera de saciar la va­nidad del mando.

Así, al abrigo del poder, por su protec­ción y complicidad, y con frecuencia por su ignorancia y por causas que escapan a sus dominios, se desarrolla la riqueza privada, es decir, la clase de propietarios, la cual, concentrando poco a poco en sus manos to­dos los medios de producción, la verdadera fuente de la agricultura, industria, comer­cio, etc., acaba por constituir un poder que, por la superioridad de sus medios y la gran masa de inteligencia que abarca, concluye siempre por someter más o menos abierta­mente al poder político, es decir, al gobier­no, y convertirlo en su propio guardián.

Este fenómeno se ha repetido en la his­toria con frecuencia. Una vez que por inva­sión, u otra cualquiera empresa militar, la violencia física, brutal, ha hecho presa en una sociedad, los vencedores han tendido siempre a concentrar en sus manos el go­bierno y la propiedad. Mas siempre tam­bién la necesidad experimentada por el go­bierno de conseguir la complicidad de una clase potente, las exigencias de la produc­ción, la imposibilidad de ordenarlo y diri­girlo todo, establecieron la propiedad pri­vada, la división de los dos poderes y con ella la dependencia efectiva entre los que tenían en sus manos la fuerza: el gobierno, y los que disponían del origen mismo de la fuerza: la propiedad. El gobierno acaba siempre, fatalmente, por constituirse en guardián del propietario.

Pero  este  fenómeno nunca  se acentúa tanto como en la época moderna. El desa­rrollo de la producción, la inmensa difu­sión del comercio, la desmesurada poten­cia que ha conquistado el dinero y todos los hechos económicos revocados por el des­cubrimiento de América, la invención de las máquinas, etc., aseguraron tal supre­macía a la clase capitalista, que no satisfecha ésta con disponer del apoyo del go­bierno, ha querido que éste llegue a salir de su propio seno.

Un gobierno que se derivaba del derecho de conquista -derecho divino, según los reyes y sus secuaces-, por cuanto se so­breponía a la clase capitalista, conservaba siempre un continente altanero y desprecia­tivo ante sus antiguos esclavos, luego de enriquecidos, y hacía alarde de sus inclina­ciones a la independencia y a la domina­ción: semejante gobierno, claro está, era defensor y guardián de los propietarios, pero era de aquellos defensores y guardia­nes que se dan importancia y se hacen los arrogantes con los que deben escoltar y defender, cuando no los desvalijan y ator­mentan. La clase capitalista, naturalmen­te, conspiró para reemplazar tal guardián y defensor, con medios más o menos vio­lentos, por otro salido de sus mismos me­dios, compuesto por miembros de su clase, siempre bajo su vigilancia y organizado es­pecialmente para defender la clase contra las posibles reivindicaciones de los deshe­redados.

De aquí el origen del sistema parlamen­tario moderno.

En la actualidad, el gobierno, compuesto de propietarios y de gentes de su devo­ción, se halla a merced en todo de los pro­pietarios mismos: hasta tal punto es así, que los más ricos desdeñan con frecuencia formar parte de él. Rothschild no tiene ninguna necesidad de ser diputado ni ministro: le basta tener bajo su dependencia a ministros y diputados.

En muchos países, el proletariado tiene nominalmente una participación mayor o menor en la designación del gobierno. Es una concesión que la burguesía ha hecho, ya para valerse del concurso popular en la lucha contra la realeza y la aristocracia, ya para distraer al pueblo en sus deseos de emancipación, dándole una apariencia de soberanía. Mas, lo previese o no, la burguesía, cuando por primera vez concedió al pueblo el derecho al voto, la verdad es que tal derecho se ha tornado excesiva­mente irrisorio y bueno solamente para con­solidar el poder de la burguesía, dando a la parte más enérgica del proletariado la ilu­soria esperanza de ocupar el poder.

Hasta con el sufragio universal, y se pue­de decir que especialmente por el sufra­gio universal, el gobierno continúa siendo el siervo y el guardián de la burguesía.

Si otra cosa ocurriera, si el gobierno lle­gase a serle hostil, si la democracia pudie­se ser otra cosa que un fuego fatuo para en­gañar al pueblo, la burguesía, amenazada en sus intereses, se apresuraría a rebelarse y concentraría toda la fuerza y toda la in­fluencia que se deriva de la posesión de la riqueza para reducir al gobierno a las fun­ciones de un simple siervo suyo.

En todos los tiempos y en todos los lu­gares, cualquiera que sea el nombre que tome el gobierno, cualquiera que sea su origen y su organización, su función esen­cial es siempre oprimir y explotar a la masa y defender a los opresores y explotadores; y sus órganos principales, característicos, indispensables, son el policía y el recauda­dor de impuestos, el soldado y el carcele­ro, a los cuales se une espontáneamente el mercader de mentiras, sacerdote o profesor, pagado y protegido por el gobierno para educar los espíritus y hacerles dóciles al yugo gubernamental.

Indudablemente, a aquellas funciones primitivas y a estos órganos esenciales, se han agregado en el curso de la historia otras funciones y otros órganos, pero de igual índole.

Admitamos, sin embargo, que no haya habido jamás en un país algo civilizado un gobierno que desempeñase las funcio­nes opresoras y expoliadoras sin aplicarse al propio tiempo a las verdaderamente úti­les e indispensables a la vida social. Esto no destruye el hecho de que el gobierno es por naturaleza opresor y expoliador, y que por su origen y su posición, se ve inclina­do fatalmente a defender y consolidar la clase dominante; por el contrario, lo afir­ma y lo agrava.

En realidad, el gobierno toma a su car­go, en más o menos proporción, la protec­ción de la vida de los ciudadanos contra los ataques directos y brutales; reconoce y legaliza cierto número de derechos y de­beres primordiales, y usos y costumbres, sin los cuales es imposible vivir en socie­dad; organiza y dirige ciertos servicios pú­blicos, como las comunicaciones, la higiene, el reparto de aguas, la bonificación y pro­tección forestal, etc.; funda casas de huér­fanos y hospitales, y se complace con fre­cuencia en mostrarse sólo en apariencia, desde luego, protector del pobre y del dé­bil. Pero basta observar cómo y por qué causa cumple el gobierno esta misión y au­menta sus funciones, para dar en seguida con la prueba experimental, práctica, de que todo lo que hace se inspira siempre en el espíritu de dominación y tiende a defen­der, ensanchar y perpetuar sus propios privilegios, así como los de la clase que representa y defiende.

Un gobierno no puede durar mucho tiem­po sin ocultar su naturaleza bajo un pre­texto de general utilidad: no puede hacer respetar la vida de los privilegiados sin aparentar que hace respetar la de todo el mundo: no puede hacer aceptables los pri­vilegios de algunos sin fingirse guardador de los derechos de todos.

"La ley -dice Kropotkin- y todos los que hicieron la ley -el gobierno- utiliza­ron los sentimientos sociales del hombre pa­ra hacer pasar como preceptos morales, que los hombres aceptaban, lo que era útil a la minoría explotadora, contra lo cual se habría aquél rebelado ciertamente en caso contrario".

No puede el gobierno desear que la so­ciedad se desorganice, porque a él y a la clase dominadora les faltaría entonces el material de explotación; no puede consentir que por sí misma se rija, que se gobier­ne sin intervención oficial, porque en ese caso el pueblo no tardaría en percatarse de que el gobierno sólo sirve para defen­der a los propietarios, y se apresuraría a desembarazarse del gobierno y de los pro­pietarios.

En la actualidad, frente a las insistentes y amenazadoras reclamaciones del proleta­riado, los gobiernos tienden a intervenir en las relaciones de obreros y patronos, con los que procuran desviar el movimiento obrero e impedir, con algunas engañosas reformas, que los pobres se tomen por sí mismos lo que es suyo, esto es, una parte de bienestar igual a la que todos disfrutan.

Es preciso, además, tener en cuenta, por una parte, que los burgueses y propieta­rios se hallan siempre en guerra unos con otros y tratan de devorarse mutuamente, y por otra parte, que el gobierno, hijo de la burguesía y siervo protector suyo, tien­de, como todo protector y todo siervo, a emanciparse y a dominar a su protegido. De aquí que el juego de prestidigitación, el tira y afloja, el acto de echar al pueblo contra los conservadores y a los conserva­dores contra el pueblo, que es toda la cien­cia de los gobiernos, sea lo que engañe a las gentes sencillas y perezosas que espe­ran que la salvación les venga de lo alto. Con todo esto, la naturaleza del gobier­no no cambia. Si se muestra regulador y garantía de los deberes y derechos de cada cual, pervierte el sentimiento de justicia, toda vez que califica de delito y castiga todo lo que ofende o amenaza los privilegios de los gobernantes y de los propieta­rios, y declara justa, legal, la más feroz explotación de los miserables, el lento y constante asesinato material y moral co­metido por los que todo lo poseen en las personas de los que no poseen nada.

Si se convierte en administrador de los servicios públicos, se cuida señaladamente de los intereses de su clase; de los de la cla­se trabajadora, nada más que lo necesario para que dicha clase consienta en pagar.

Si se mete a enseñar, prohíbe la propa­ganda de la verdad, y tiende a preparar el cerebro y el corazón de los niños para que lleguen a ser tiranos implacables o dóciles esclavos, según la clase a que pertenezcan. En manos del gobierno, todo se convierte en medio de explotación, todo se traduce en instituciones de policía, útiles únicamen­te para tener dominado al pueblo.

Y es natural que así sea. Si la vida de los hombres consiste en la lucha entre ellos mismos, habrá, naturalmente, vencidos y vencedores, y el gobierno es el premio de la contienda o un medio para asegurarse los vencedores el resultado de la victoria y perpetuarla, ya se libre el combate en el terreno de la fuerza física e intelectual, ya en el terreno económico. Los que intervinie­ran en la lucha para vencer y asegurarse mejores rendimientos que los otros y con­quistar privilegios y dominios, juntamente con el poder, una vez alcanzada la victoria no harán uso de ella para defender los de­rechos de los vencidos y fijar límites a sus propias facultades arbitrarías y a las de sus partidarios y amigos.

El gobierno, o, como suele decirse, el Estado justiciero, moderador de la lucha social, administrador desinteresado de los bienes del público, es una mentira, una ilu­sión, una utopía nunca realizada y jamás realizable.

Si en realidad los intereses de los hom­bres debieran ser contrarios; si en realidad la lucha entre los hombres fuese ley nece­saria de la sociedad humana y la libertad de cada uno tuviese su limite en la libertad de los demás, entonces cada uno trataría de hacer triunfar sus propios intereses so­bre los intereses de los demás, cada uno procuraría hacer mayor la libertad propia a expensas de la voluntad de los otros, y existiría el gobierno, no ya porque fuese más o menos útil a la totalidad de los miem­bros sociales, sino porque los vencedores habrían de asegurarse los frutos de la victo­ria, sometiendo fuertemente a los vencidos, y librarse de la incomodidad de ocupar­se constantemente de la defensa, confian­do esta labor a los hombres especialmente adiestrados en el arte de gobernar.

Se vería así la humanidad destinada a perecer o a agitarse eternamente entre la tiranía de los vencedores y la rebelión de los vencidos.

Afortunadamente, el porvenir de la hu­manidad es más risueño, porque es más dulce la ley que la gobierna.

Esta ley es la solidaridad.



LA SOLIDARIDAD


Tiene el hambre por propiedad funda­mental, necesaria, el instinto de la propia conservación, sin el cual ningún ser vivo existiría, y el instinto de la conservación de la especie, sin el cual ninguna especie se hubiese podido formar y subsistir. Se ve, pues, naturalmente impulsado a defender la existencia y el bienestar de sí mismo y de su progenie contra todo y contra todos.

Dos maneras hay en la naturaleza, para los seres vivos, de asegurarse la existencia y hacerla cada vez más agradable: es la primera la lucha individual contra los ele­mentos y contra los individuos de la misma especie, o de especie distinta: la segunda es el apoyo mutuo, la cooperación, que puede llamarse también la asociación para la lucha contra todos los factores natura­les opuestos a la existencia, desenvolvi­miento y bienestar de los asociados.

No trataremos de indagar aquí, ni es ne­cesario para nuestro objeto, ahora, qué par­te tienen respectivamente en la evolución del reino orgánico los dos principios: el de la lucha y el de la cooperación. Basta hacer constar que en la humanidad la coopera­ción -forzosa o voluntaria- ha sido el único medio de progreso, de perfecciona­miento, de seguridad, y que la lucha -resto atávico- ha sido absolutamente incapaz de favorecer el bienestar de los individuos y ha causado, en cambio, el mal de todos, vencidos y vencedores.

La experiencia, acumulada y transmiti­da de generación en generación, ha ense­ñado al hombre que, uniéndose a sus igua­les, su conservación está mejor asegurada y su bienestar aumenta.

Así, como consecuencia de la misma lu­cha por la vida, sostenida contra la natu­raleza circundante y contra los individuos de la misma especie, se ha desarrollado en el hombre el instinto social, el cual ha trans­formado completamente las condiciones de su existencia. Gracias a esto mismo ha po­dido el hombre salir de la animalidad, ad­quirir gran potencia y elevarse por encima de los otros animales, tanto, que los filóso­fos espiritualistas han considerado necesa­rio inventar para él un alma inmaterial e inmortal.

Muchas causas han concurrido y contri­buido a la formación de este instinto so­cial que, partiendo de la base animal, del instinto de la conservación de la especie, que es el instinto social limitado a la familia natural, ha llegado a su más elevado grado de intensidad y extensión y consti­tuye el fondo mismo de la naturaleza mo­ral del hombre.

Este, aunque descendiente de los tipos inferiores de la animalidad, débil y desar­mado para la lucha individual contra las bestias carnívoras, pero con un cerebro ca­paz de gran desenvolvimiento, un órgano vocal apto para expresar con ayuda de va­rios sonidos las distintas vibraciones cere­brales, y manos especialmente adecuadas para dar forma a capricho a la materia, debía sentir muy pronto la necesidad y las ventajas de la asociación. Así cabe decir que sólo pudo abandonar la animalidad al hacerse social y adquirir el uso de la pa­labra, que es a la vez consecuencia y fac­tor poderoso de la sociabilidad.

El número relativamente corto de la es­pecie humana, haciendo menos áspera, me­nos continua, menos necesaria la lucha por la existencia entre hombre y hombre, aun fuera de la asociación debía favorecer mu­cho el desarrollo de los sentimientos de simpatía y dejar tiempo para que la uti­lidad del mutuo apoyo se pudiese conocer y apreciar.

Por último, la capacidad adquirida por el hombre, gracias a su primitiva cualidad aplicada en cooperación con un número más o menos grande de asociados, de mo­dificar el medio ambiente externo y adap­tarlo a las propias necesidades; la multi­plicación de los deseos al aumentar con los medios de satisfacerlos y convertirlos en necesidades; la partición del trabajo, conse­cuencia de la explotación metódica de la naturaleza en provecho del hombre, han hecho que la vida social sea el ambiente necesario del individuo, fuera del cual no puede vivir, y que si vive es a costa de caer nuevamente en el estado de animalidad primitiva.

Y al afirmarse la sensibilidad con la multiplicación de las relaciones por la costumbre impresa en la especie, merced a la trans­misión hereditaria en millares de siglos, esta necesidad de la vida social, de cambio de pensamientos y de afectos entre hom­bre y hombre, se ha convertido en una ma­nera de ser necesaria de nuestro organis­mo, se ha transformado en simpatía, en amistad, en amor, y subsiste independien­temente de las ventajas materiales debidas a la asociación, tanto que para satisfacerla, se afrontan mil sufrimientos y hasta la muerte.

En resumidas cuentas, las grandiosas ventajas que la asociación reporta al hom­bre; el estado de inferioridad física, por completo desproporcionado a su superio­ridad intelectual, en que se halla frente a los animales dañinos; la posibilidad para él de asociarse a un número cada vez ma­yor de individuos y en relaciones cada vez más íntimas y complejas, hasta extender la asociación a toda la humanidad y a la vida toda, y principalmente la posibilidad que tiene también de producir, trabajando en cooperación con otros, más de lo que nece­sita para existir, y los sentimientos de afecto que de todo esto se derivan, han da­do a la lucha por la vida un carácter com­pletamente distinto de la lucha general que tiene efecto entre los demás animales.

Por otra parte, se sabe en la actualidad -y las investigaciones de los naturalistas modernos aportan de ello más pruebas ca­da día- que la cooperación ha tenido y tiene en el desarrollo del mundo orgánico una parte importantísima que no sospecha­ban los que se proponían justificar el rei­no de la burguesía por medio de la teoría de Darwin, bastante inútilmente, porque la distancia entre la lucha humana y la lucha animal es enorme y proporcional a la distancia que separa al nombre de las bestias. Estas combaten individualmente, y con más frecuencia en pequeños grupos fijos y transitorios, contra la naturaleza, e incluso contra los demás individuos de su propia especie. Hasta los animales más sociables, como la abeja y la hormiga, son solidarios si se encuentran en un mismo hormiguero o en una misma colmena; pero pelean o per­manecen indiferentes con las demás comu­nidades de su misma especie. La batalla humana, en cambio, tiende siempre a en­sanchar la asociación entre los hombres, a solidarizar sus intereses, a desarrollar los sentimientos de amor de cada uno hacia todos los demás, a vencer y a dominar la naturaleza externa con la humanidad y pa­ra la humanidad.

Toda contienda encaminada a conquistar beneficios independientemente de los otros hombres y en su perjuicio, contradice la naturaleza sociable del hombre moderno, y tiende a devolverlo a su primitiva ani­malidad.

La solidaridad, es decir, la armonía de los intereses y de los sentimientos, el con­curso de cada uno en el bien de todos, y el de todos en provecho de cada uno, es el único estado en que el hombre puede mani­festar su naturaleza y obtener el máximum de desarrollo en el máximum de bienestar. Esta es la meta hacia la cual camina la evo­lución humana, el principio superior que resuelve todos los actuales antagonismos de otro modo insolubles, y hace que la li­bertad de cada uno no halle un límite, sino un complemento, y las condiciones necesa­rias de existencia, en la libertad de los demás.

Dejó dicho Bakunin:

"Ningún individuo puede reconocer su propia humanidad, ni por consiguiente rea­lizarla, sino reconociéndola en los demás y cooperando con ellos a su realización. Ningún hombre puede emanciparse sino emancipando a la vez a cuantos le rodean. Mi libertad es la libertad de todos, porque yo no soy realmente libre, libre no sólo en ideas, sino también en los hechos más que cuando mi libertad y mi derecho hallan su conformación y su sanción en la libertad y el derecho de todos mis iguales.

"Me importa mucho lo que son los de­más hombres, pues, por muy independiente que parezca o me crea ser por mi posición social, aunque sea papa, rey o emperador, no soy más que el producto incesante de lo que son los' demás hombres entre sí. Si son ignorantes, miserables y es­clavos, mi existencia se determina por su ignorancia, su miseria y su esclavitud. Si yo soy ilustrado e inteligente, su estupi­dez me limita y me hace ignorante; si soy valeroso e independiente, su esclavitud me esclaviza; si soy rico, su miseria me inspi­ra temor; si soy privilegiado, tiemblo ante su justicia. Quiero ser libre y no puedo, porque en mi derredor todos los hombres no quieren ser también libres, y no querién­dolo, se convierten para mí en instrumento de opresión".

La solidaridad es, pues, la condición en la cual el hombre encuentra el mayor gra­do de seguridad y de bienestar: y por eso mismo el egoísmo, es decir, la considera­ción exclusiva del propio interés, empuja al hombre a la solidaridad; mejor dicho: egoísmo y altruismo, consideración de los intereses de los demás, se confunden en un solo sentimiento, como se contunden en uno el interés individual y el interés social.

Pero el hombre no podía, de un salto, pasar de la animalidad a la humanidad, de la lucha brutal entre hombre y hombre a la lucha solidaria de todos los hombres contra la naturaleza exterior. Guiado por las ventajas que ofrece la asociación y con­siguiente distribución de trabajos, el hombre evolucionaba hacia la solidaridad; mas esta evolución encontró un obstáculo que la desvió y la desvió aun de su finalidad; el hombre, cuando menos hasta cierto pun­to, por las necesidades materiales y pri­mitivas, que eran las únicas que sentía en­tonces, descubrió que podía realizar las ventajas de la cooperación sometiendo a los demás hombres en lugar de asociarles; y como todavía eran potentes en él los ins­tintos feroces y antisociales heredados de la animalidad originaria, obligó a los más débiles a trabajar para él,  prefiriendo la dominación a la asociación.

Tal vez en la mayoría de los casos, por la explotación de los vencidos, empezó el hombre a comprender los beneficios de la asociación, la utilidad que podía recabar de la ayuda de su semejante.

Así, pues, el descubrimiento de la utili­dad de la cooperación, que debía llevar al triunfo de la solidaridad en todas las rela­ciones humanas, nos ha conducido, por el contrario, a la propiedad privada y al gobierno, esto es, a la explotación del tra­bajo de todos en provecho de unos cuantos privilegiados.

La asociación fue siempre la cooperación, fuera de la cual no hay vida humana posi­ble: pero un sistema de cooperación im­puesto y reglamentado por unos pocos en provecho de sus intereses particulares.

De este hecho se deriva la gran contra­dicción -que ocupa toda la historia del género humano- entre la tendencia a aso­ciarse y fraternizar para la conquista y la adaptación del mundo exterior a las nece­sidades del hombre para la satisfacción de sus sentimientos de afecto, y la tenden­cia a dividirse en tantas unidades separadas y hostiles cuantas son las agrupaciones de­terminadas por las condiciones geográficas y etnográficas; cuantas son las posiciones sociales y económicas; cuantos son los hombres que aciertan a conquistar una ventaja y quieren asegurarla y aumentarla; cuantos son los que esperan la posesión del privilegio; cuantos son los que sufren una injusticia y se revelan y tratan de redimirse.

El principio cada uno para sí,que es la guerra de todos contra todos, ha venido en el curso de la historia a complicar, a desviar, a paralizar la querrá de todos con­tra la naturaleza en pro del mayor bienestar de la especie humana, que sólo puede tener éxito basándose en el principio: todos para uno, uno para todos.

Muchos y muy grandes son los males que ha sufrido la humanidad por la intru­sión de la tendencia dominadora y explo­tadora en la asociación humana. Mas a pesar de la atroz opresión, a pesar de la miseria, a pesar de los vicios, de los deli­tos, de la degradación que la miseria y la esclavitud han producido en esclavos y amos, a pesar de los odios acumulados, a pesar de la guerra exterminadora, a pesar del antagonismo de los intereses, artifi­cialmente creados, el instinto social ha so­brevivido y se ha desarrollado.

Siendo siempre la cooperación condición precisa para que el hombre pudiese luchar con éxito contra el mundo exterior, fue asi­mismo la causa permanente de la aproxima­ción de los sentimientos de simpatía entre todos los hombres. La misma opresión de las masas ha hecho que los oprimidos fra­ternicen entre sí; y sólo merced a la solida­ridad, más o menos consciente, más o me­nos intensa, que siempre ha existido entre los oprimidos, han podido éstos soportar la opresión, y la humanidad resistir a las causas de muerte que en ella se habían in­troducido.

En la actualidad, el desarrollo que ha adquirido la producción, el acrecentamiento de aquellas necesidades que no se pueden satisfacer sino mediante el concurso de gran número de hombres de todos los paí­ses, los medios de comunicación, la cos­tumbre de viajar, la ciencia, la literatura, el comercio, hasta la guerra, han estrecha­do y estrechan más cada vez a la especie humana en un solo cuerpo, cuyas partes, solidarias entre sí, sólo pueden hallar su plenitud y libertad de desarrollo en la salud de las otras partes y del todo.

Los habitantes de Nápoles están tan interesados en la limpieza de su población como en el mejoramiento de las condicio­nes higiénicas de la ciudad del Ganges, de donde el cólera procede. El bienestar, la libertad, el porvenir de un montañés extra­viado entre las gargantas de los Apeninos, no sólo dependen del estado de bienestar o de miseria en que se hallen los habitantes de su lugar; no sólo dependen de las con­diciones generales del pueblo italiano, sino que dependen también del estado de los trabajadores en América o en Australia, de los descubrimientos que pueda hacer un hombre de ciencia de Sidney, de las con­diciones morales y materiales del pueblo chino, de la guerra o de la paz en África, de toda la suma de circunstancias, grandes o pequeñas, que en cualquier lugar del uni­verso se dan en un determinado ser hu­mano.

En las presentes condiciones de la socie­dad, la vasta solidaridad que une a todos los hombres es en gran parte inconsciente, porque   surge   de   un   modo   espontáneo de la rutina de los intereses particula­res, mientras los hombres se preocupan po­co o nada de los intereses generales, y ésta es la prueba más clara de que la so­lidaridad es la ley natural de la humani­dad, ley que se manifiesta y se impone a pesar de todos los obstáculos, a pesar de todos los antagonismos hijos de la actual constitución social.

Por otra parte, la masa oprimida, que ya no se resigna completamente a la opre­sión y a la miseria, y que hoy más que nunca se muestra ansiosa de justicia, de libertad, de bienestar, empieza a comprender que no podrá emanciparse sino por me­dio de la unión de la solidaridad entre los oprimidos, entre los explotados de todo el mundo. Y comprende también que es condición imprescindible de su emancipación la posesión de los medios de producción, del suelo y de los instrumentos de traba­jo, y por consiguiente la abolición de la propiedad individual. Además, la ciencia, la observación de los fenómenos sociales, demuestra que tal abolición sería de grandísima utilidad para los mismos privilegiados con que quisieran tan sólo renunciar a su propósito de dominación y concurrir con todos al trabajo por el bienestar común.

Ahora bien, si un día la masa oprimida se negara a trabajar para los demás, arran­case a los propietarios la tierra y los ins­trumentos de trabajo, y quisiera utilizar estos instrumentos por su cuenta y en prove­cho propio, es decir, en beneficio de todos; si no quisiera sufrir por más tiempo la do­minación ni de la fuerza brutal ni del privilegio económico; si la fraternidad popu­lar, el sentimiento de solidaridad humana, reforzada por la mancomunidad de los inte­reses, pusiere fin a la guerra y a la conquis­ta, ¿qué razón de ser tendría el gobierno?

Abolida la propiedad individual, el go­bierno, que es su defensor, debería desapa­recer. Si por el contrario, sobreviviese, tendería constantemente a reconstituir, ba­jo una forma cualquiera, una clase privilegiada y opresora.

La abolición del gobierno no significa, no puede significar el rompimiento de los lazos sociales muy al contrario: la coope­ración, que actualmente sólo es ventajosa para unos cuantos, sería, abolido el gobier­no, libre, ventajosa y voluntaria para to­dos, y por eso se haría mucho más intensa y eficaz.

El instinto social, el sentimiento de soli­daridad se desarrollaría en su más alto grado, y cada hombre haría cuanto pudie­se por el bien de los otros hombres, tanto por satisfacer sus sentimientos de afecto cuanto por bien entendido interés propio.

Del libre concurso de todos, mediante la asociación espontánea de los hombres con arreglo a sus simpatías y necesidades, de abajo arriba, de lo simple a lo compues­to, partiendo de los intereses más inmedia­tos para llegar luego a los más lejanos y generales, surgiría una organización social que tendría por fin el mayor bienestar y la mayor libertad de todos, reuniría a toda la humanidad en fraternal lazo y se modifi­caría y mejoraría conforme se modificasen las circunstancias y las enseñanzas de la experiencia.

Esta  sociedad  de  hombres  libres,   esta sociedad de amigos, es la anarquía.



PELIGRO DE CUALQUIER GOBIERNO


Hasta aquí se ha considerado el gobier­no tal como es, tal como ha de ser necesa­riamente en una sociedad fundada en el privilegio, en la explotación y en el des­potismo del hombre por el hombre, en el antagonismo de intereses, en la lucha in­tersocial, en uña palabra, en la propiedad individual.

Se ha visto que el estado de lucha, lejos de ser una condición necesaria de la vida de la humanidad, es contrario a sus inte­reses, a los individuos y a la especie hu­mana; se ha visto, asimismo, que la coope­ración es la ley del progreso humano; y hemos deducido de todo ello que, abolien­do la propiedad individual y todo predo­minio del hombre sobre el hombre, el gobierno pierde toda su razón de ser y debe abolirse.

"Pero -se nos podría decir- cambian­do el principio en que hoy se basa la orga­nización social, substituida la lucha por la solidaridad, la propiedad individual por la propiedad común, el gobierno cambiaría a su vez de naturaleza, y en lugar de ser protector y representante de los intereses de una clase, sería, porque ya no habría clases, el representante de todos los intereses de toda la sociedad. Tendría la misión de asegurar y regular, en interés de todos, la cooperación social, desempeñar los servicios públicos de general importancia, defender a la sociedad de las posibles tentativas de restablecimiento del privilegio y reprimir los atentados que cualquiera cometiese contra la vida, el bienestar o la libertad de cada uno y de todos.

"En la sociedad hay funciones demasia­do necesarias, que requieren mucha cons­tancia y gran regularidad, y no pueden ser abandonadas a la voluntad libre de los individuos sin peligro de que cada cosa tire por su lado,

"¿Quién organizaría y quién aseguraría, de no ser un gobierno, los servicios de ali­mentación, de distribución, de higiene, de comunicación postales y telefónicas, de transporte, etc., etc.?

"¿Quién cuidaría de la instrucción po­pular?

"¿Quién emprendería los grandes traba­jos de exploración, de bonificación, de as­pecto científico, que transforman la faz de la tierra y multiplican las fuerzas humanas?

"¿Quién atendería a la conservación y aumento del capital social para transmitir­lo, mejorado, a la futura humanidad?

"¿Quién impediría la devastación de los montes, la explotación irracional, y por consiguiente el empobrecimiento del suelo?

"¿Quién tendría la facultad de prevenir y reprimir los delitos, los actos antisociales?

"¿Y qué se haría con los que, faltando a la ley de la solidaridad, no quisiesen tra­bajar? ¿Y con los que esparciesen la infec­ción en un país, negándose a someterse a las reglas higiénicas prescritas por los hom­bres de ciencia? ¿Y con los que, locos o cuerdos, intentasen prender fuego a las mieses, violar a las niñas o abusar de los más débiles por su fuerza física superior?

"Destruir la propiedad individual y abo­lir los gobiernos existentes, sin reconstituir luego un gobierno que organizase la vida colectiva y asegurarse la solidaridad social, no sería abolir los privilegios y dar al mun­do la paz y el bienestar; sería romper todo lazo social, volver a la humanidad a la barbarie, al reino del cada uno para si, que es el triunfo de la fuerza brutal primero y del privilegio económico después".

He aquí las objeciones que nos hacen los autoritarios, aun cuando sean socia­listas, es decir, aunque quieran la aboli­ción de la propiedad individual y del go­bierno de clase que de ella se deriva.

Responderemos a esas objeciones.

No es cierto, en primer lugar, que cambiando las condiciones sociales el go­bierno cambie de naturaleza y de fun­ciones. Órgano y función son términos inseparables. Quítese a un órgano su fun­ción, y o el órgano muere o la función se reconstituye. Métase a un ejército en un país en el cual no haya motivos ni asomos de guerra, interna o exterior, y ese solo hecho provocará la guerra, si dicho ejército no se disuelve. Una policía donde no haya delitos que descubrir ni delincuentes que aprehender, provocará, inventará de­litos y delincuentes, o bien dejará de existir.

Hay hace siglos en Francia una institu­ción, actualmente agregada a la adminis­tración forestal -la lobeteria-, cuyos em­pleados tienen a su cargo la destrucción de los lobos y demás animales dañinos. Nadie se sorprenderá al saber que precisamente a causa de esta institución hay en Francia lobos que en las estaciones rigurosas ha­cen mil estragos. El público se ocupa poco o nada de tales Hieras, porque los emplea­dos de la administración son los que tienen a su cargo el ocuparse de ellas; y los tales empleados, organizan la caza de los lobos; pero la organizan, naturalmente, con inteli­gencia, respetando sus madrigueras y dan­do tiempo a la reproducción, para no exponerse a destruir una especie tan interesante.

Bien es verdad que los campesinos fran­ceses tienen ya muy poca confianza en estos cazadores de lobos, y los consideran más bien como conservadores de tales anima­les. Y se comprende que así ocurra: ¿qué harían los jefes de la institución si no hu­biera lobos en el territorio de la república?

Un gobierno, o lo que es lo mismo, un cierto número de personas encargadas de dictar las leyes y de valerse de la fuerza de todos para hacerlas respetar de cada uno, constituye ya una clase privilegiada y separada del pueblo. Tratará instintiva­mente como todo cuerpo constituido, de aumentar sus atribuciones, de substraerse a la dirección del pueblo, de imponer sus tendencias y de hacer predominar sus in­tereses particulares. Colocado en una po­sición privilegiada, el gobierno se encuen­tra ya en antagonismo con la masa de cuya fuerza dispone.

Por lo demás, un gobierno cualquiera, hasta queriéndolo, no podría contentar a todos los gobernados y habría de limitarse a contentar sólo a unos cuantos. Tendría, pues, que defenderse de los descontentos y cointeresar, por consiguiente, a una par­te del pueblo para que le prestase su apo­yo. Y así comenzaría nuevamente la vieja historia de una clase privilegiada, formán­dose con la complicidad del gobierno y que, si de una vez no se hacía dueño del suelo, acapararía ciertas posiciones de favoritis­mo, creadas con tal intención, clase que no sería menos opresora ni menos explotadora que la clase capitalista de hoy.

Los gobernantes, acostumbrados al man­do, no querrían volver a confundirse con la masa, y si no podían conservar el poder en sus manos, se asegurarían por lo menos la posesión del privilegio para cuando tu­viesen que depositar aquél en otros indivi­duos. Recurrirían a los medios que da el poder para que los sucesores fuesen elegi­dos entre sus amigos, a fin de que éstos les apoyasen y protegiesen a su vez. De este modo el gobierno pasaría de unas ma­nos a otras, siempre las mismas en reali­dad, y la democracia, que es el supuesto gobierno de todos, acabaría siempre en oligarquía, es decir, en el gobierno de unos pocos, de una clase.

¡Y qué oligarquía omnipotente, opresora y absorbente sería la que tuviese a su car­go, a su disposición, todo el capital social, todos los servicios públicos, desde la ali­mentación hasta la confección de alparga­tas, desde las universidades hasta el tea­tro de opereta!



SUPERFLUIDAD DEL GOBIERNO


Supongamos, no obstante, que el gobier­no no constituyese en sí una clase privile­giada y pudiese vivir sin crear a su alrede­dor una nueva clase de privilegiados, permaneciendo, como se pretende, en su naturaleza de representante, de siervo, si se quiere, de toda la sociedad.

¿Para qué serviría? ¿En qué y de qué ma­nera aumentaría la fuerza, la inteligencia, el espíritu de solidaridad, el cuidado del bienestar de todos y de la humanidad ve­nidera, que en un momento dado existiesen en una sociedad determinada?

Siempre la antigua historia del hombre con las piernas ligadas, condenado a vivir a pesar de las ligaduras y creyendo, no obstante, vivir en virtud de ellas.

Estamos acostumbrados a vivir bajo la dirección de un gobierno que acapara toda la fuerza, toda la inteligencia, toda la vo­luntad que puede dirigir en su provecho. y que dificulta, paraliza y suprime las que le son inútiles u hostiles, y nos figuramos que todo lo que se hace en la sociedad se hace porque así lo quiere el gobierno, y que, por consiguiente, sin gobierno no habría en el cuerpo social ni fuerza, ni inteli­gencia, ni buena voluntad. Del mismo mo­do, como ya hemos dicho, el propietario se posesiona de la tierra, la hace cultivar en su provecho particular, dejando al trabaja­dor lo estrictamente necesario para que pueda y quiera seguir trabajando, y éste piensa que no podría vivir sin el patrono, como si éste crease la tierra y las fuerzas de la naturaleza.

¿Qué, por sí, agrega el gobierno a las fuerzas morales y materiales que existen en una sociedad? ¿Será acaso el dios de la Bi­blia que crea el mundo de la nada?

Así como nada se crea en el mundo que suele llamarse material, nada es creado tampoco en esta más complicada forma del mundo material que es el mundo social.

Por eso los gobernantes no pueden dis­poner más que de las fuerzas existentes en la sociedad, menos las que la acción guber­nativa paraliza y destruye, las fuerzas re­beldes y todas las que se pierden entre las ruinas forzosamente grandísimas de un me­canismo tan artificioso. Si de su parte po­nen algo, pueden hacerlo como hombres, no como gobernantes. Más todavía. De aquellas fuerzas morales y materiales que que­dan a disposición del gobierno, sólo una parte pequeña recibe un destino verdade­ramente útil a la sociedad. Las otras se con­sumen en actividades represivas, para te­ner a raya a las fuerzas rebeldes, o son substraídas al interés general, para acumularlas en beneficio de unos pocos y en per­juicio de la mayoría de los hombres.

Mucho se ha discurrido acerca de la parte que tiene, en la vida y en el progre­so de la sociedad humana respectivamente, la iniciativa social, pero se ha embrollado tanto la cuestión, con el auxilio del artifi­cio del lenguaje metafísico, que son muy po­cos los hombres que se han atrevido a te­ner la osadía de afirmar que todo se rige y marcha en el mundo humano a impulsos de la iniciativa individual.

En realidad, es ésta una verdad de sen­tido común, que aparece evidente en cuan­to se trata de averiguar lo que las palabras significan. El ser real es el hombre, el individuo; la sociedad o colectividad -y el Estado o gobierno que pretende representarla-, si no son abstracciones hueras, no pueden ser más que agregaciones de indi­viduos. Y justamente en el organismo de cada individuo tienen su origen todos los pensamientos y todos los actos humanos, los cuales de individuales se transforman en colectivos cuando son o se hacen comu­nes a muchos individuos. Por consiguien­te, la acción social no es ni la negación ni el complemento de la iniciativa indivi­dual, sino pura y sencillamente el resul­tado de la iniciativa, de los pensamientos y de las acciones de todos los individuos que componen la sociedad resultado que, comparado con otro de naturaleza de la misma índole, es más o menos grande, según que las fuerzas simples concurran al mismo fin, o que sean divergentes y opues­tas. Y si, como hacen los autoritarios, en vez de esto se entiende por acción social la acción gubernativa, entonces aquélla no es más que el resultado de Las fuerzas de los individuos que componen el gobierno, o que por su posición pueden influir sobre la conducta del gobierno.

De aquí que la contienda secular entre la libertad y la autoridad, o, en otros tér­minos, entre el socialismo y el Estado de clase, no sea en verdad por si se ha de aumentar la independencia individual a expensas de la limitación de la ingerencia so­cial,  o  ésta  a  expensas  de aquélla.

Se trata más bien de impedir que algu­nos individuos puedan tiranizar a otros, de dar a todos los individuos los mismos derechos y los mismos medios de acción y de substituir con la iniciativa de todos la iniciativa de unos pocos, que produce forzosamente la opresión de los demás. Se trata, en suma, por siempre y para siempre, de destruir la tiranía y la explotación del hombre por el hombre, de manera que todos se interesen por el bien común, y de que las fuerzas individuales, en lugar de anularse por la lucha, hallen la posibilidad de un desarrollo completo y se asocien pa­ra el mayor provecho de todos.

De lo dicho resulta que la existencia de un gobierno, aun cuando fuese, siguiendo nuestra hipótesis, el gobierno ideal del so­cialismo autoritario, lejos de ocasionar un aumento de las fuerzas productoras, orga­nizadoras y protectoras de la sociedad, las disminuiría incesantemente, limitando a unos cuantos la iniciativa y dándoles el derecho de hacerlo todo sin poderles dar, na­turalmente, la facultad de saberlo todo.

En realidad, si se separa de la legisla­ción y de la obra entera de un gobierno todo lo que tiende a defender a los privile­giados y que representa la voluntad de los privilegiados mismos, ¿qué resta que no sea el resultado de la actividad de todos?

"El Estado -escribe Sismondi- es siempre un poder conservador que pone de manifiesto, regula y organiza las conquis­tas del progreso -y la historia agrega que las dirige en provecho propio y de la clase privilegiada-, pero no las inicia. Siempre tienen su origen abajo, nacen en el fondo de la sociedad, del pensamiento individual, que cuando se divulga se convierte en opi­nión, en fuerza de la mayoría; pero ha de encontrar a su paso, y combatirlos en los poderes constituidos, la tradición, la costumbre, el privilegio y el error".

Para comprender cómo una sociedad puede vivir sin gobierno, basta observar un poco a fondo la misma sociedad presente, y se verá que, en realidad, la mayor parte, la más esencial de la vida colectiva, se cum­ple fuera de la intervención gubernamen­tal; que el gobierno sólo interviene para explotar a la masa, para defender a los privilegiados, y que en lo demás viene a sancionar, bien inútilmente, todo lo que se ha hecho prescindiendo de él, y frecuen­temente en su contra y a su pesar.

Los hombres, trabajan, cambian y estu­dian, viajan, siguen como las entienden las reglas de la moral y de la higiene, se apro­vechan de los progresos de la ciencia y del arte, tienen infinitas relaciones entre sí, sin experimentar la necesidad de que nadie les imponga un modo de conducirse.

Por eso todas las cosas en que no inter­viene el gobierno son las que marchan me­jor, las que dan lugar a menos diferencias y se acomodan, por la voluntad de todos, de tal manera que todos las encuentran úti­les y agradables.

No es el gobierno más necesario para las grandes empresas y para los servicios públicos, que reclaman el concurso regular de mucha gente de países y condiciones dis­tintas. Mil empresas de índole tal son ac­tualmente obra de asociaciones privadas, libremente constituidas, que en opinión de todo el mundo son también las que dan mejor resultado. No hablamos de las sociedades de capitalistas organizadas para la explotación, aunque también demuestran la posibilidad y el poder de la asociación li­bre; y, como ésta, pueden extenderse hasta abrazar gentes de todos los países e inte­reses inmensos y distintos. Hablamos ante todo de aquellas asociaciones que, inspi­radas en el amor a los semejantes o en la pasión de la ciencia, y aun sencillamente en el deseo de divertirse y hacerse aplau­dir, representan mejor el sistema de agru­paciones tal cual serán en una sociedad en la que, abolida la propiedad individual y la lucha intestina entre los hombres, cada uno tendrá su interés confundido con el in­terés de todos y su más agradable satisfac­ción en hacer el bien y complacer a los demás. Las sociedades y congresos científi­cos, las asociaciones internacionales de salvamento, la sociedad de la Cruz Roja, las asociaciones geográficas, las agrupaciones obreras, los cuerpos de voluntarios que prestan sus socorros en todas las grandes calamidades públicas, son ejemplos de ese poder del espíritu de asociación, que se manifiesta siempre que se trata de una ne­cesidad o de una pasión verdaderamente sentida y no faltan los medios apropiados. Si la asociación voluntaria no llena el mun­do y no abraza todas las ramas de la acti­vidad material y moral, ello es debido a los obstáculos que le opone el gobierno, al antagonismo creado por la propiedad indivi­dual y a la impotencia y el envilecimiento a que el acaparamiento de la riqueza por unos pocos reduce a la inmensa mayoría de los seres humanos.

El gobierno se encarga, por ejemplo, del servicio de correos, el ferroviario, etc. ¿Pero en que ayudan realmente estos servicios? Cuando el pueblo, estando en disposición de poder disfrutar de ellos, siente la necesidad de dichos servicios, piensa en organizarlos, y los hombres técnicos no tienen necesidad de un documento gubernamental para ponerse a trabajar. Y cuanto más general y urgente sea la necesidad, más voluntarios habrá para cumplirlo. Si el pueblo tuviese la facultad de pensar en la producción y la alimentación, ¡oh! No temáis que ellos se dejarán morir de hambre esperando que un gobierno haya hecho leyes al respecto. Si debe haber gobierno, este será nuevamente obligado a esperar a que el pueblo haya organizado todo primero, para después venir con las leyes para sancionar y explotar todo lo que ya se hubiese hecho. Está demostrado que el interés privado es el gran motor de todas las actividades: pues bien, cuando el interés de todos sea el interés de cada uno (y lo será necesariamente si no existe la propiedad individual) entonces todos actuarán, y si las cosas se hacen ahora que interesan a pocos, tanto más y mejor se harán cuando interesen a todos. Y difícilmente se puede entender que haya gente que cree que la ejecución y el regular funcionamiento de los servicios públicos indispensables para la vida social, se encuentren mejor asegurados estando hechos bajo las órdenes de un gobierno, en vez de directamente por los trabajadores, que, o por propia elección, o por acuerdos con otros, han elegido previamente ese tipo de trabajo y lo realizan bajo el control inmediato de todos los interesados.

Ciertamente en todo gran trabajo colectivo hay necesidad de dividir el trabajo, la dirección técnica, la administración, etc. Pero con malas artes los autoritarios juegan con las palabras para deducir la razón de ser del gobierno desde la necesidad, bien real, de organizar el trabajo. El gobierno, es bueno repetirlo, es el conjunto de los individuos que han tenido o han tomado el derecho y los medios de hacer las leyes y de forzar a la gente a obedecer; el administrador, el ingeniero, etc., son en cambio hombres que reciben o asumen el encargo de hacer un trabajo asignado y lo hacen.

Gobierno significa delegación de poder, es decir abdicación de la iniciativa y de la soberanía de todos en las manos de algunos; administración significa delegación de trabajo, es decir encargo asignado y recibido, intercambio libre de servicios fundado en pactos libres. El gobierno es un privilegiado, puesto que tiene el derecho de mandar a los demás y de servirse de las fuerzas de los demás, para que triunfen sus ideas y deseos particulares; el administrador, el director técnico, etc., son trabajadores como los demás, cuando, se entiende, lo sean en una sociedad en la cual todos tengan los mismos medios para desarrollarse y todos sean o puedan ser a un mismo tiempo trabajadores intelectuales y manuales, y no queden más diferencias entre hombres que las que se deriven de la diversidad natural de las aptitudes, y todos los trabajadores, todas las funciones den un igual derecho a disfrutar de las ventajas sociales. No confundir la función gubernamental con la función administrativa, que son esencialmente distintas, y que si hoy se encuentran a menudo confundidas, es solo por causa del privilegio económico y político.

Pero démonos prisa en pasar a las funciones, por las cuales el gobierno es considerado, por todos aquellos que no son anarquistas, como verdaderamente indispensable: la defensa externa e interna de una sociedad, o sea la guerra, la policía y la justicia.

Abolidos los gobiernos y puesta la riqueza social a disposición de todos, rápidamente desaparecerán todos los antagonismos entre los distintos pueblos y la guerra no tendrá más razón de existir. Diremos además que en el estado actual del mundo, cuando la revolución se haga en un país, si no encuentra un eco solícito, en todas partes encontrará ciertamente tanta simpatía que ningún gobierno osará mandar a las tropas al extranjero con el riesgo de ver como les estalla la revolución en casa. Pero admitamos que incluso los gobiernos todavía no emancipados quisiesen y pudiesen tratar de devolver a la esclavitud a un pueblo libre; ¿tendrá éste necesidad de un gobierno para defenderse? Para hacer la guerra se necesita de hombres que tengan los conocimientos geográficos y técnicos necesarios, y sobre todo masas que estén por la labor de enfrentarse. Un gobierno no puede aumentar la capacidad de los unos, ni la voluntad y el coraje de las otras. Y la experiencia histórica nos enseña como un pueblo que quiere de veras defender el propio país es invencible: y en Italia es sabido por todos como, ante los cuerpos de voluntarios (formación anarquista) se derrumban los tronos y se desvanecen los ejércitos regulares, compuestos por hombres forzados o a sueldo.

¿Y la policía? ¿Y la justicia? Muchos se imaginan que si no estuviesen los carabineros, policías y jueces cada uno sería libre de matar, de violar, de dañar a los demás a su voluntad; y que los anarquistas, en nombre de sus principios, querrían que fuese respetada esa extraña libertad, que viola y destruye la libertad y la vida de los demás.

Puede que hasta crean que nosotros, tras haber derribado el gobierno y la propiedad individual, dejaríamos después reconstruir tranquilamente el primero o la segunda, por respeto a la libertad de aquellos que sintiesen la necesidad de ser gobernantes y propietarios. ¡De veras un extraño modo de entender nuestras ideas!.... es cierto que así les es más fácil desentenderse con un encogimiento de hombros, que vérselas con la incomodidad de tener que refutarlas.

La libertad que nosotros queremos, para nosotros y para los demás, no es la libertad absoluta, abstracta, metafísica, que en práctica se traduce fatalmente en opresión del débil; sino que es la libertad real, la libertad posible, que es la comunión consciente de los intereses, la solidaridad voluntaria. Nosotros proclamamos la máxima HAZ LO QUE QUIERAS, y en ella prácticamente se puede resumir nuestro programa, porque -se necesita poco para entenderlo- consideramos que en una sociedad armónica, en una sociedad sin gobierno y sin propiedad privada, cada uno QUERRÁ LO QUE DEBERÁ.

Pero si, o por las consecuencias, de la educación recibida de la actual sociedad o por MALORE físico, o por cualquier otra causa, uno quisiese hacernos daño a nosotros o a los demás, nosotros nos prepararíamos, de eso pueden estar seguros, para impedírselo con todos los medios a nuestro alcance. Cierto es, como sabemos que el hombre es la consecuencia del propio organismo y del ambiente cósmico y social en el que vive; como no confundimos el derecho sagrado de la defensa con el pretendido absurdo derecho de castigar; y como en el delincuente, es decir en aquel que comete actos antisociales, no veríamos ya al esclavo rebelde, como llega al juez a día de hoy, sino al hermano enfermo y necesitado de curación, así nosotros no pondremos odio en la represión, nos esforzaremos de no sobrepasar la necesidad de defensa, y no pensaríamos en vengarnos sino en curar, en redimir al infeliz con todos los medios que la ciencia nos pueda enseñar. En cualquier modo, cualquiera que fuese el modo de verlo para los anarquistas (a los que podría suceder como a todos los teóricos de perder de vista la realidad, p) es cierto que el pueblo no pretendería dejar que atentasen impunemente contra su bienestar y su libertad, y, si se diesen las circunstancias, se dispondría a defenderse contra las tendencias antisociales de algunos. Pero para hacerlo, ¿para qué sirve la gente que práctica el oficio de hacer leyes; y la demás gente que vive inventando delincuentes para las leyes?

Cuando el pueblo reprueba una cosa y la encuentra dañina, consigue impedirla siempre, mejor que cualquier legislador, los policías y los jueces de oficio. Cuando en las insurrecciones el pueblo ha querido, aun en perjuicio de los demás, hacer respetar la propiedad privada, la ha hecho respetar como no habría podido un ejército de policías.

Las costumbres siguen siempre las necesidades y los sentimientos de la generalidad; y son aún más respetados cuanto menos sujetos están a la sanción de la ley, porque todos ven y entienden la utilidad, y porque los interesados, sin hacerse ilusiones con la protección de gobierno, piensen en hacerlas respetar ellos mismos. Para una caravana que viaja por los desiertos de África, la buena economía del agua es cuestión de vida o muerte para todos; y el agua en esas circunstancias se convierte en algo sagrado y nadie se permite desaprovecharla. Los conspiradores tienen necesidad del secreto, y el secreto es guardado, o la infamia golpea a quien lo viola. Las deudas de juego no están garantizadas por la ley, y entre los jugadores está considerado y se considera a sí mismo deshonrado quien no los paga.

¿Son quizás los gendarmes la causa de que no se mate más de los que se hace? La mayor parte de los municipios de Italia no ven a los gendarmes más que de cuando en cuando; millones de hombres van por el monte y el campo, lejanos al ojo tutelante de la autoridad, de modo que se podría golpearles sin el mínimo peligro de pena: sin embargo están menos seguros que aquellos que viven en los centros más vigilados. Y la estadística demuestra como el número de los delitos apenas se resiente por las medidas represivas, mientras varía rápidamente con el variar de las condiciones económicas y del estado de la opinión público.

Las leyes punitivas, por otra parte, no conciernen más que a hechos extraordinarios, excepcionales. La vida cotidiana se desarrolla fuera del alcance del código y es regulada, casi inconscientemente, por tácito y voluntario consenso de todos, por una cantidad de usos y costumbres, bastante más importantes para la vida social que los artículos del código penal, o mejor respetados, aunque completamente carentes de cualquier sanción que no sea la natural del menosprecio en la que incurren los violadores, y del daño que del menosprecio se deriva.

¿Y cuando se produjesen entre los hombres confrontaciones, el arbitraje voluntariamente aceptado, o la presión de la opinión pública no serían quizás actos para hacer tener razón a quien la tiene, en vez de una magistratura irresponsable, que tiene el derecho de juzgar sobre todo y sobre todos, y es necesariamente incompetente y por tanto injusta?

Como el gobierno en general no sirve más que para la protección de las clases privilegiadas, así la policía y la magistratura no sirven más que para la represión de aquellos delitos que no son considerados tales por el pueblo, y sólo atacan a los privilegios del gobierno y de los propietarios. Por la verdadera defensa social, por la defensa del bienestar y de la libertad de todos, no hay nada más pernicioso que la formación de estas clases que viven con el pretexto de defender a todos, se acostumbran a considerar a cada hombre como una alimaña a la que meter en una jaula, os golpean sin saber porque, por orden del jefe, cual sicarios inconscientes y a sueldo.




EL MÉTODO DEL ANARQUISMO



EL MÉTODO DEL ANARQUISMO


"Muy bien -dicen algunos-. Admita­mos que la Anarquía puede ser una forma perfecta de convivencia social, Pero no que­remos dar un salto en las tinieblas. Explicadnos, con detalles, cómo se organizaría vuestra sociedad".

Y aquí sigue toda una serie de pregun­tas, que son interesantísimas si se trata de estudiar los problemas cuya solución se im­pondrá a la sociedad emancipada, pero que son inútiles, o absurdas, o ridículas, si de nosotros se pretende una solución defini­tiva.

"¿Con arreglo a qué método se educará a los niños? ¿Cómo se organizará la produc­ción y el reparto? ¿Seguirán formándose grandes ciudades, o se distribuirá la pobla­ción proporcionalmente en toda la super­ficie de la Tierra? ¿Y si todos los habitan­tes de Siberia quisieran pasar el invierno en Niza? ¿Y si todos quisieran comer jamón y beber buen vino de Jerez? ¿Y quién será minero y marinero? Y los enfermos, ¿serán asistidos a domicilio, o en los hospita­les? ¿Y quién fijará la marcha de los tre­nes? ¿Y qué se hará si un maquinista cae enfermo mientras el tren avanza?

Y así sucesivamente, hasta pretender que nosotros poseyésemos toda la ciencia y to­da la experiencia de la edad futura y que, en nombre de la Anarquía, prescribiésemos a los hombres del porvenir a qué hora de­bieran acostarse y qué día de la semana tendrían que cortarse las uñas.

En verdad, si nuestros lectores esperan de nosotros respuestas a esas preguntas, o, por lo menos, a aquellas que son serias e importantes, y esperan una contestación que sea algo más que nuestra opinión per­sonal o del momento, esto querrá decir que no hemos cumplido bien, en cuanto lleva­mos dicho, nuestro propósito de explicar lo que es la Anarquía.

No somos nosotros más profetas que el resto de los hombres, y si pretendiésemos dar una solución oficial a todos los proble­mas que se presentarán en la vida de la so­ciedad futura, entenderíamos la abolición del gobierno en un sentido realmente ex­traño. Y resultaría entonces que nosotros mismos nos constituiríamos en gobierno y prescribiríamos, como los legisladores reli­giosos, un código universal para el presen­te y para el porvenir. Como, afortunada­mente, no tenemos hogueras ni calabozos para imponer nuestra Biblia, la humanidad podría reírse impunemente de nosotros y de nuestra pretensión.

Nos preocupan mucho todos los proble­mas de la vida social, y en interés de la ciencia contamos ver implantada la Anarquía y concurrir como podamos a la organiza­ción de la nueva sociedad. Tenemos, por tanto, nuestras soluciones, que, según los casos, las daríamos por definitivas o tran­sitorias. Mas el hecho de que nosotros, hoy, con los datos que poseemos, pensemos de un modo dado acerca de una determinada cuestión, no quiere decir que ésta se resuel­va en el porvenir tal como nos lo imagina­mos. ¿Quién puede prever la actividad que se desarrollará en la humanidad cuando se halle emancipada de la miseria y de la opre­sión, cuando todos tengan medios de ins­truirse y desenvolverse, cuando no haya ni amos ni esclavos, y la lucha contra los demás hombres y los odios y rencores que de ella se derivan no sean ya una necesi­dad de la vida? ¿Quién puede prever los progresos de la ciencia, los nuevos medios de producción, de comunicaciones, etc., etc.?

Lo esencial es que se constituya una so­ciedad en que la explotación sea cosa im­posible, así como la dominación del hombre por el hombre; una sociedad en la que to­dos tengan a su disposición los medios de existencia, de trabajo y de progreso y pue­dan concurrir, según quieran y sepan, a la organización de la vida social. En seme­jante sociedad, todo será hecho, natural­mente, de la manera que mejor satisfaga las necesidades generales, dadas las condiciones y las posibilidades del momento, y todo se hará mejor a medida que aumen­ten los conocimientos y los medios.

En el  fondo,  un programa  que afecta a las bases de la constitución social, no pue­de hacer más que indicar un método. El método es, justamente, lo que ante todo di­ferencia los partidos y determina su im­portancia en la historia. Dejando aparte el método, todos dicen que quieren el bien de los hombres, y muchos lo desean franca­mente; los partidos desaparecen y con ellos toda la acción organizada y dirigida a un fin determinado. Es necesario, pues, ante todo, considerar la Anarquía como un mé­todo.

Los métodos de que los diversos parti­dos no anarquistas esperan, o dicen que es­peran, el mayor bien de cada uno y de to­dos, se pueden reducir a dos: el autoritario y el llamado liberal. El primero confía a unos cuantos la dirección de la vida social y fomenta la explotación y opresión de la masa por parte de algunos privilegiados. El segundo se ampara en la .libre iniciativa individual y proclama, si no la abolición, la reducción del gobierno al mínimum de atribuciones posibles; mas como respeta la propiedad y todo lo funda en el principio: "Cada uno para sí", y por consiguiente en la competencia entre los hombres, su liber­tad es sólo la libertad de los fuertes, de los poderosos, de los propietarios, para opri­mir y explotar a los débiles, a los que no tienen nada; y lejos de producir la armonía, tiende a aumentar constantemente la distancia entre los ricos y los pobres y da origen a la explotación y a la tiranía, es decir, a la autoridad. Este segundo méto­do, o sea el liberalismo, es teóricamente una especie de Anarquía sin socialismo, y por eso no es más que una mentira, pues la li­bertad no es posible sin la igualdad, y la verdadera Anarquía no puede existir fue­ra de la solidaridad, fuera del socialismo. La crítica que los amigos de la libertad ha­cen del gobierno, se limita a pretender arre­batarse cierto número de atribuciones e in­vitar a los capitalistas a defenderse, mas no puede atacar las funciones represivas que constituyen su esencia, porque sin el soldado y el policía no podrían existir los propietarios, y así las fuerzas represivas del gobierno han de aumentar a medida que aumentan, por obra de la libre competen­cia, la inarmonía y la desigualdad.

Los anarquistas presentamos un método nuevo; la libre iniciativa de todos y el pac­to libre después de que, abolida revolucio­nariamente la propiedad privada, todos estén en posesión de igualdad de condicio­nes para disponer de la riqueza social. Es te método, no dejando lugar a la reconsti­tución de la propiedad privada, debe con­ducir, por medio de la libre asociación, al triunfo del principio de solidaridad.

Consideradas así las cosas, se ve que to­dos los problemas que se plantean con el fin de combatir la Anarquía son más bien un argumento en su favor, porque única­mente la Anarquía indica la manera de encontrar experimentalmente las soluciones que mejor correspondan al dictamen de la ciencia y a los sentimientos y necesidades de todos.

"¿Cómo se educará a los niños?" No lo sabemos. Los padres y los maestros y to­dos los que se interesen por la suerte de las nuevas generaciones se reunirán, discuti­rán y se pondrán de acuerdo o se dividirán y por último pondrán en práctica los medios que tengan por más eficaces. Y con la prác­tica, el método que realmente sea mejor acabará por triunfar.

De igual modo se resolverán todos los problemas que se presenten.



ANARQUÍA ES SINÓNIMO DE SOCIALISMO


De cuanto se ha dicho resulta que la Anarquía, tal como la entiende el partido anarquista, y tal como únicamente puede ser entendida, se basa en el socialismo. Así, si no fuese por las escuelas socialistas que rompen artificialmente la unidad natu­ral de la cuestión social y por los equívocos con que se trata de estorbar el paso a la re­volución, podríamos decir que Anarquía es sinónimo de socialismo, porque una y otro significan la abolición de la tiranía y de la explotación del hombre por el hombre, ya se ejerzan mediante la fuerza de las bayo­netas, ya mediante el acaparamiento de los medios de vida.

La Anarquía, lo mismo que el socialis­mo, tiene por base, por punto de partida, por ambiente necesario, la igualdad de con­diciones: tiene por fin la solidaridad; tiene por método la libertad.

No es esto la perfección, el ideal abso­luto que, como el horizonte, se aleja siem­pre a medida que se avanza; pero es el camino abierto a todos los progresos, a to­dos los perfeccionamientos, que se realiza­rán en beneficio de todos.



COMO SE REGIRA UNA SOCIEDAD ANARQUISTA


Una vez demostrado que la Anarquía es el único modo de convivencia social que deja camino al mayor bien posible de los hombres, porque sólo la Anarquía destru­ye toda clase interesada en tener en la mi­seria y en la esclavitud a la masa; una vez demostrado que la Anarquía es posible por­que realmente no hace más que desembarazar a la sociedad de un obstáculo: el gobierno, contra el cual hubo siempre de lu­char para avanzar en su penoso sendero, los autoritarios se ocultan tras la última trinchera, con el refuerzo de muchos que, siendo fervientes amantes de la libertad y de la justicia, tienen miedo a la libertad y no pueden imaginarse una sociedad que viva y camine sin tutores, y que, conven­cidos de la verdad, piden piadosamente que se deje la cosa para más tarde, para lo más tarde posible.

He aquí, en substancia, lo único que se nos opone en este punto de la discusión.

Aun a costa de repetirnos vamos a res­ponder a tal objeción.

Nos encontramos siempre frente al pre­juicio de que el gobierno es una fuerza nue­va, salida no se sabe de dónde, que por si sola agrega algo a la suma de la fuerza y de la capacidad de los que lo componen y los que le obedecen. La verdad es todo lo contrario, esto es, que todo lo que se hace en la humanidad lo hacen los hombres, y el gobierno, como tal, no pone por su parte más que la tendencia a convertirlo todo en un monopolio a beneficio de un determina­do partido o clase y la resistencia a toda iniciativa que surja fuera de sus consejos.

Abolir la autoridad, abolir el gobierno no significa destruir las fuerzas y las capa­cidades individuales y colectivas de la es­pecie humana, ni la influencia que los hom­bres ejercen a porfía unos sobre otros; esto equivaldría a reducir a la humanidad al es­tado de una masa de átomos inmóviles e inertes, cosa imposible y que sería la des­trucción de todo organismo social, la muerte de la humanidad. Abolir la autoridad significa abolir el monopolio de la fuerza y de la influencia; significa abolir aquel esta­do de cosas en virtud del cual la fuerza so­cial, o sea la fuerza de todos, se convierte en instrumento del pensamiento, de la vo­luntad, de los intereses de un reducido nú­mero de individuos, quienes mediante la fuerza de todos suprimen en beneficio pro­pio y de sus ideas la libertad de cada uno y de todos los demás; significa destruir un sistema de organización social con el que el porvenir es acaparado, entre una revolución y otra, en provecho de los que vencie­ron por el momento.

Es cierto que, en el estado actual de la humanidad, en que la mayoría de los hom­bres, presa de la miseria y embrutecida por las supersticiones, yace en la abyección, los destinos humanos dependen de la acción de un número relativamente escaso de indivi­duos; es cierto que no se podrá conseguir que de un momento a otro todos los hom­bres se eleven lo suficiente para sentir el de­ber y hasta el placer de regular las propias acciones, de modo que redunden en el ma­yor bien posible de los demás. Pero si actualmente las fuerzas pensantes y directoras de la humanidad son escasas, no es ésta una razón para paralizar una parte de ellas y para someter muchas a unas cuantas par­ticulares. No es una razón para constituir la sociedad de manera que, gracias a la iner­cia que produce una posición segura, gra­cias a la herencia, al proteccionismo, al es­píritu de cuerpo y a todo cuanto constituye el mecanismo gubernativo, las fuerzas mas vivas y las capacidades más reales acaban por encontrarse fuera del gobierno y casi privadas de su influencia sobre la vida so­cial; y las que gozan del gobierno, encon­trándose fuera de su ambiente y sobre todo interesadas en mantenerse en el poder, pierden toda potencia de acción y sólo sir­ven de obstáculo a la acción de los demás.

Abolido este poder negativo, que es pre­cisamente el gobierno, la sociedad será lo que pueda ser, dadas las fuerzas y la capa­cidad del momento. Si fuésemos hombres instruidos y deseáramos extender la instrucción, organizaríamos escuelas y nos es­forzaríamos en hacer entender a todos la utilidad y el placer de instruirse. Y si fué­semos pocos y no hubiese quien se intere­sase por la instrucción, no podría un gobier­no crear hombres de tales condiciones; tan sólo podría, como hace hoy, disponer de los pocos que hubiese, substraerlos del trabajo fecundo, dedicarlos a redactar reglamen­tos que ha de imponer con la policía, y de maestros inteligentes y apasionados hacer políticos, parásitos, hombres inútiles, preocupados con la imposición de sus ficciones y con su mantenimiento en el poder.

Si fuésemos médicos o higienistas, orga­nizaríamos el servicio de sanidad. Y, como en el caso anterior, si no hubiese tales hom­bres, el gobierno no podría crearlos; sola­mente podría, por la sospecha demasiado justificada que el pueblo tiene de todo lo que le es impuesto, arrebatar su crédito a los médicos existentes y hacerlos sacrificar como envenenadores cuando van a curar el cólera.

Si fuésemos ingenieros, maquinistas, etc., organizaríamos los ferrocarriles. Y si no hu­biese quién lo hiciera, el gobierno, una vez más no podría crear los hombres aptos pa­ra ello.

Aboliendo el gobierno y la propiedad in­dividual, no creará la Anarquía fuerzas que no haya; pero dejará libre el campo a las manifestaciones de todas las fuerzas, de to­das las capacidades existentes; destruirá toda clase interesada en mantener a la ma­sa en el embrutecimiento y hará porque to­dos puedan influir y obrar en proporción a su capacidad y conforme a sus pasiones y a sus intereses.

Tal es el único medio que hay para que la masa popular pueda elevarse, porque sólo con la libertad se aprende a ser libre, como sólo trabajando se aprende a traba­jar. Aunque no tuviese otros inconvenien­tes, el gobierno tendría siempre el de acos­tumbrar a los gobernados a la sujeción y el de tender a hacerse cada vez más opre­sivo y necesario.

Por otra parte, si se quiere un gobierno que eduque al pueblo y le prepare para la Anarquía, es necesario indicar cuál sería el origen, el sistema de formación de ese gobierno.

¿Sería la dictadura de los mejores? Fal­taría averiguar quiénes son los mejores. ¿Quién lo averiguaría? La mayoría está co­múnmente tocada de viejos prejuicios y tie­ne ideas e instintos ya abandonados por una minoría más favorecida; mas entre to­das las minorías que se figuran tener ra­zón, y todas pueden tenerla en cierta parte, ¿a quién y con qué criterio se escogería para poner a su disposición la fuerza so­cial, cuando sólo el porvenir puede decidir el litigio?

Si se trata de cien partidarios de la dicta­dura, se descubre en seguida que cada uno de ellos se figura que él debería ser, si no precisamente el dictador, uno de los dicta­dores, o por lo menos uno de sus más próxi­mos consejeros. Así, pues, dictadores se­rían todos los que de un modo o de otro tratasen de imponerse.

¿Sería, en su lugar, un gobierno elegido por sufragio universal, y por consiguiente la emancipación más o menos sincera de la voluntad de la mayoría? Mas si consideráis a los electores incapaces de proveer por sí solos a sus intereses, ¿cómo sabrán escoger los pastores que han de guiarlos? ¿Y cómo podrán resolver el problema de alquimia social que es la elección de un genio por el voto de una masa de imbéciles? ¿Y qué será de la minoría, que es por lo regular la parte más inteligente, más activa, más avanzada de una sociedad?



EL ANARQUISMO Y LA REVOLUCIÓN


Para resolver los problemas sociales en beneficio de todos, sólo hay un medio; aca­bar revolucionariamente con los detenta­dores de la riqueza social, ponerlo todo a disposición de todos y dejar que todas las fuerzas, todas las capacidades y toda la buena voluntad existente entre los hombres contribuyan a proveer a las necesidades de todos.

Luchamos por la Anarquía y por el socialismo, porque opinamos que la Anarquía y el socialismo deben establecerse en segui­da, es decir, que en el momento mismo de la revolución se debe destruir el gobierno, abolir la propiedad y confiar los servicios públicos, que en este caso abrazarán toda la vida social, a la acción espontánea, libre, no oficial, no autorizada, de todos los in­teresados y de todos los voluntarios.

No sabemos si en la próxima revolución triunfarán la Anarquía y el socialismo; mas, si la victoria es de los programas de tran­sacción, será porque nosotros, por esta vez, habremos sido vencidos; nunca porque ha­yamos creído útil dejar en pie la más mí­nima parte del mal sistema que hace gemir a la humanidad.

De todas maneras, tendremos sobre el porvenir la influencia del número, que se hará sentir; la influencia de nuestra ener­gía, de nuestra inteligencia y de nuestra intransigente actitud. Aun cuando seamos vencidos, nuestra obra no será inútil, por­que seremos más los decididos a proseguir la realización completa de nuestro progra­ma, y menos gobierno y menos propiedad habrá en la sociedad que se constituya.

Y nuestra obra habrá sido grande, por­que el progreso humano se mide por la dis­minución del gobierno y la disminución de la propiedad privada.

Si nos ocurre caer y no plegamos nues­tra bandera, podemos estar seguros de la victoria para el futuro.


* Traducción anónima publicada en España a principios del siglo XX.

No hay comentarios:

Publicar un comentario