miércoles, 23 de mayo de 2012

Mikhail Bakunin - "Tácticas Revolucionarias"


Selección de Textos: G. P. Maximoff. Título de la obra en inglés: The political philosophy of Bakunin. Traducción: Mario Raúl Dos Santos. Digitalización: KCL.
MIGUEL BAKUNIN



Miguel Alejandrovitch Bakunin nació en mayo de 1814 en la aldea de Priamuchino, distrito de Toryok, provincia de Tver. Su padre, que había seguido la carrera diplomática, vivió en su juventud en Florencia y en Nápoles, pues era agregado de embajada; después volvió a establecerse en su dominio patrimonial, donde se casó a la edad de cuarenta años con una muchacha de dieciocho, perteneciente a la familia Muravief. De ideas liberales, se había afiliado a una de las asociaciones de los “decabristas”, pero después del advenimiento de Nicolás I, desanimado, un tanto escéptico, no pensó sino en cultivar su tierra y en educar a sus hijos. Miguel era el mayor de ellos y tenía cinco hermanos y cinco hermanas. Hacia los quince años, el joven Miguel entró en la Escuela de Artillería de Petersburgo y pasó allí tres años; después fue enviado como Alférez a un regimiento de guarnición en la provincia de Minsk.

Esto ocurría poco después de ser sofocada la insurrección polaca; es espectáculo de la Polonia aterrorizada obró poderosamente en el corazón del joven oficial y contribuyó a inspirarle horror al despotismo. Al cabo de dos años renunció a la carrera militar y, luego de presentar su dimisión (1834), se marchó a Moscú. En esta ciudad vivió los seis años siguientes, a excepción de algunas temporadas -durante el verano- que pasó en la morada paterna. En Moscú se dedicó al estudio de la filosofía. Después de los enciclopedistas franceses, se entusiasmó -lo mismo que sus amigos Nicolás Stankevitch y Belinsky- con Fichte, del cual tradujo (1836) las Vorlesungen ubre die-Bestimmung des Gelehrten. Llegó enseguida a Hegel, que por entonces dominaba el pensamiento alemán. El joven Bakunin se hizo un convencido del sistema hegeliano y se dejó deslumbrar momentáneamente por la idea de que “Todo lo que es real es racional”, por la que se justifica la existencia de todos los gobiernos. En 1839, Alejandro Herzen y Nicolás Ogarev -desterrados desde hacía algunos años- volvieron a Moscú y se encontraron con Bakunin, pero en ese momento sus ideas eran demasiado diferentes para que pudiesen entenderse.

En 1840, a los veintiséis años, se trasladó a Petersburgo y de allí a Berlín, con la intención de estudiar el movimiento filosófico alemán, pues pensaba consagrarse a la enseñanza y tal vez ocupar un día una cátedra de historia o de filosofía en Moscú.

Cuando Nicolás Stankevitch murió ese mismo año en Italia, Bakunin admitía aún la creencia en la inmoralidad del alma como una doctrina necesaria (carta a Herzen del 23 de octubre de 1840). Pero había llegado el momento de su evolución intelectual y de que la filosofía de Hegel se transformara para él en una teoría revolucionaria. Ya Ludwig Feuerbach había sacado del hegelianismo, en el dominio religioso, sus consecuencias lógicas; Bakunin haría otro tanto en el dominio político y social. En 1842, dejó Berlín y se radicó en Dresde, donde se unió con Arnold Ruge, que publicaba allí los Deutsche Jaharbücher; fue en esta revista donde Bakunin publicó, bajo el seudónimo de “Julio Elysard”, un trabajo de conclusiones revolucionarias. El artículo fue titulado La reacción en Alemania, fragmento, por un francés, y terminaba con estos párrafos, el último de los cuales se hizo célebre: “Confiemos, pues, en el espíritu eterno, que no destruye y no aniquila más que porque es la fuente insondable y eternamente creadora de toda la vida. El deseo de la destrucción es al mismo tiempo un deseo creador”. Herzen, creyendo en un primer momento que el artículo era realmente obra de un francés, escribió en su diario íntimo, después de haberlo leído: “Es un llamado poderoso, firme, triunfante del partido democrático… El artículo es, desde el principio al fin, de un gran alcance. Si los franceses comienzan a popularizar la ciencia alemana -los que la comprenden, se entiende-, la gran fase de la acción va a iniciarse”. El poeta Jorge Herwehg, -autor ya ilustre de las Gedichte eines Lebendigen-, estando en Dresde, se alojó en casa de Bakunin, con el cual trabó íntima amistad; fue también en Dresde donde Miguel Alejandrovitch conoció al músico Adolfo Reichel, que se convirtió en uno de sus más fieles amigos. El gobierno sajón manifestó pronto intenciones hostiles hacia Ruge y sus colaboradores y Bakunin y Herwehg debieron abandonar Sajonia, en enero de 1843, y marchar a Zurich. Bakunin pasó en Suiza el año 1843; una carta escrita a Ruge desde la isla de San Pedro (lago de Vienne), en mayo de 1843 (publicada en París en 1844 en los Deutschfranzösische Jahrbücher), termina con este vehemente apóstrofe: “¡Es aquí donde comienza el combate y tan fuerte es nuestra causa que nosotros -sólo algunos hombres dispersos y con las manos atadas- con nuestro grito de guerra inspiraremos espanto a sus miríadas! ¡Adelante, bravamente! Quiero romper tus ligaduras -¡ah, germanos desean hacerse griegos!- yo, el escita. Envíenme sus obras; las haré imprimir en la isla de Rousseau, y con letras de fuego escribiré una vez más en la historia: ¡Muerte a los persas!”

En Suiza Bakunin conoció a los comunistas alemanes, agrupados alrededor de Weitling; pasó el invierno de 1843-44 en Berna, donde se relacionó con la familia Vogt.[1] Uno de los cuatro hermanos Vogt, Adolfo (más tarde profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad de Berna), se hizo su amigo íntimo. Pero, inquietado por la policía suiza y requerido por la embajada rusa, Bakunin dejó Berna en febrero de 1844, se dirigió a Bruselas y de allí a París, donde permanecería hasta diciembre de 1847.

En París, adonde llegó con su fiel amigo Reichel, encontró a Herwegh y su mujer (Emma Siegmundo). Conoció a Carlos Marx, quien llegado a París en 1843, fue en principio colaborador de Arnold Ruge, pero pronto lo abandonó para comenzar con Engels la elaboración de una doctrina especial. Bakunin se relacionó con Proudhon, a quien veía frecuentemente; coincidentes en ciertos puntos esenciales y distanciados en otros, se trababan en discusiones que se prolongaban noches enteras. Conoció también a George Sand, de quien admiraba el talento y que por entonces tenía influencias de Pierre Leroux. Los años de París fueron los más fecundos para el desarrollo espiritual de Miguel Bakunin; fue entonces cuando esbozó las ideas que habían de constituir luego su programa revolucionario. Pero estaban todavía mal desbrozadas sobre más de un punto y mezcladas con un resto de idealismo metafísico del que no se desembarazarían por completo sino más tarde.

Ha sido él mismo quien caracterizó sus relaciones con Marx y con Proudhon en esa época:

“Marx -ha escrito en 1871 (manuscrito francés- estaba mucho más adelantado que yo, como lo está aún hoy; no más adelantado, sino que era incomparablemente más sabio. Yo no sabía entonces nada de la economía política, no me había desecho todavía de las abstracciones metafísicas, y mi socialismo no era más que de instinto. Él, aunque más joven que yo, era ya un ateo, un sabio materialista y un socialista consciente. Fue precisamente en esa época cuando elaboró los primeros fundamentos de su sistema actual. Nos vimos bastante a menudo, pues yo lo respetaba mucho por su ciencia y por su abnegación apasionada y seria -aunque siempre mezclada con la vanidad personal- hacia la causa del proletariado, y yo buscaba con avidez su conversación siempre instructiva y espiritual cuando no se inspiraba en mezquinos odios, lo que sucedía demasiado a menudo. Nunca, por consiguiente, hubo intimidad franca entre nosotros. Nuestros temperamentos no lo permitían. Él me llamaba idealista sentimental y tenía razón; yo le llamaba vanidoso, pérfido y simulador, y tenía también razón”.

En cuanto a Engels, Bakunin lo ha caracterizado así en un pasaje en que habla de la sociedad secreta fundada por Marx (Gosudarstvennost i Anarkhia 1874, pág. 224): “Hacia 1845, Marx se ha puesto a la cabeza de los comunistas alemanes y poco después -con M. Engels, su amigo constante, tan inteligente como él, aunque menos erudito, pero en cambio más práctico y no menos dotado para la calumnia política, la mentira y la intriga- ha fundado una sociedad secreta de comunistas alemanes o de socialistas autoritarios”.

He aquí lo que dice de Proudhon en un manuscrito francés de 1870: “Proudhon, a pesar de todos los esfuerzos que ha hecho por sacudir las tradiciones del idealismo clásico, no por eso ha dejado de ser, toda su vida, un idealista incorregible -inspirándose, como lo dije dos meses antes de su muerte[2], ya en la Biblia, ya en el derecho romano- y metafísico hasta el extremo. Su gran desgracia es haber no estudiado nunca las ciencias naturales y no haber, por lo tanto, adoptado su método. Tuvo instintos de genio que le permitieron entrever el camino justo, pero, arrastrado por sus malos hábitos idealistas, volvió a caer siempre en los viejos errores, los que han hecho de él una contradicción perpetua: un genio vigoroso, un pensador revolucionario, pero enfrentado siempre con los fantasmas del idealismo, a los que no llegó jamás a vencer”.

“Marx, como pensador, está en el buen camino. Ha establecido como principio que todas las evoluciones jurídicas en la historia son no las causas sino los efectos de las evoluciones económicas. Es éste un grande y fecundo pensamiento que no ha inventado absolutamente nada: ha sido entrevisto, expresado en parte por muchos otros antes que él; pero, en fin, a él le pertenece el honor de haberlo establecido sólidamente y de haberlo planteado como base de todo su sistema económico. Por otra parte, Proudhon había comprendido y sentido la libertad mucho más que él. Proudhon, cuando no hacía doctrina o metafísica, tenía el instinto del revolucionario: adoraba a Satanás y proclamaba la ANARQUÍA. Es muy posible que Marx pueda elevarse teóricamentea un sistema todavía más racional de la libertad que Proudhon, pero carece del instinto de la libertad: «Es, de pies a cabeza, un autoritario»”.

En 1847, Bakunin recibió en París a Herzen y a Ogarev, que habían dejado Rusia para vivir en Occidente; también a Belinsky -entonces en toda la madurez de su talento-, quien moriría al año siguiente.

Como consecuencia de un discurso pronunciado el 29 de noviembre de 1847, en conmemoración de la insurrección polaca de 1830, Bakunin fue expulsado de Francia a pedido de la embajada rusa. Para tratar de restarle las simpatías que se habían manifestado tan pronto a su alrededor, el representante de Rusia en París, Kisselev, hizo correr el rumor de que Bakunin había estado al servicio de la embajada, que lo había empleado, pero que se veía obligada a desembarazarse de él porque había ido demasiado lejos (carta de Bakunin a Fanelli, 29 de mayo de 1867). El conde Duchatel, ministro del Interior, interpelado en la Cámara de los Pares, se atrincheró tras calculadas reticencias para dar aliento a la calumnia imaginada por Kisselev y que tendría pronto gran repercusión. Bakunin marchó a Bruselas, donde vivía Marx, expulsado también de Francia desde 1845, y desde allí escribió a su amigo Herwehg: “Los alemanes Bornstedt, Marx y Engels -Marx sobre todo- hacen aquí su mal habitual: vanidad, malevolencia, chismes, fanfarronería en teoría y pusilanimidad en la práctica -disertaciones sobre la vida, la acción y la sencillez, y ausencia completa de vida, de acción y de sencillez-, coqueterías repugnantes con los obreros más instruidos y locuaces. Según ellos, Feuerbach es un burgués, y el epíteto de burgués es repetido hasta la sociedad por gentes que no son de pies a cabeza más que burgueses de ciudad provinciana; en una palabra, tontería y mentira, mentira y tontería. En una sociedad semejante no hay medio de respirar libremente. Me mantengo alejado de ellos y he declarado claramente que no iré a su Kommunistischer Handwerkerverein, y que no quisiera tener nada que ver con esa sociedad”.

La revolución del 24 de febrero reabrió a Bakunin las puertas de Francia. Se apresuró a volver a París, pero pronto la noticia de los acontecimientos de Viene y de Berlín lo decidió a partir para Alemania (abril), desde donde esperaba poder tomar parte de los movimientos insurreccionales de Polonia. Pasó por Colonia, donde Marx y Engels iban a comenzar la publicación de la Neve Rheinische Zeitung; era el momento en que la legión democrática alemana de París, que acompañaba a Herwehg, acababa de hacer en el gran ducado de Bade una tentativa insurreccional que concluyó en un lamentable fracaso. Marx atacó violentamente a Herwehg por este motivo; Bakunin tomó la defensa de su amigo, lo que lo llevó a una ruptura con Marx. Escribió más tarde (manuscrito francés de 1871): “En esta cuestión, pienso hoy y lo digo francamente, eran Marx y Engels los que tenían razón: juzgaban mejor la situación general. Atacaron a Herwehg con el descaro que caracterizaba sus ataques y yo lo defendí con calor, personalmente, contra ellos, en Colonia. De ahí procede nuestra discordia”. Se dirigió luego a Berlín y a Breslau y de allí a Praga, donde trató inútilmente de hacer propaganda democrática y revolucionaria en el Congreso eslavo (junio), y donde tomó parte en el movimiento insurreccional duramente reprimido por Windischgratz; después volvió a Breslau. Durante su permanencia en esta ciudad, la Neve Rheinische Zeitungpublicó (6 de julio) una carta fechada en París cuyo autor decía: “A propósito de la propaganda eslava, se nos ha afirmado ayer que George Sand posee documentos que comprometen profundamente al ruso expulsado de aquí, Miguel Bakunin, y lo presentan como instrumento o agente de Rusia, nuevamente enrolado, al cual se atribuye la parte principal del reciente arresto de los desgraciados polacos. George Sand ha mostrado esos papeles a algunos de sus amigos”. Bakunin protestó inmediatamente contra esa infame calumnia con una carta que publicó el Allgemeine Older-Zeitung de Breslau (carta que la Neve Rheinische Zeitungreprodujo el 16 de julio), y escribió a Mme. George Sand pidiéndole que se explicara sobre el uso que había hecho de su nombre. George Sand respondió con una carta al redactor de la Neve Rheinische Zeitung, fechada en la Chatre (Indre) el 20 de julio de 1848, en la que decía: “Los hechos comunicados por su corresponsal son completamente falsos. Yo no he poseído nunca la menor prueba de las insinuaciones que usted trata de acreditar contra M. Bakunin. No estuve, pues, nunca autorizada a expresar la menor duda sobre la lealtad de su carácter y la sinceridad de sus opiniones. Apelo a su honor y a su conciencia para la inserción de esta carta en su periódico”. Marx insertó la carta y dio al mismo tiempo la siguiente explicación sobre la publicidad que había acordado a la calumnia de su corresponsal en París: “Hemos cumplido el deber de la prensa de ejercer sobre los hombres públicos una estricta vigilancia y hemos dado al mismo tiempo, por eso, a M. Bakunin la ocasión de disipar una sospecha que había sido verdaderamente emitida en ciertos artículos de París”. Es inútil insistir sobre esta singular teoría, según la cual la prensa tendría el deber de acoger la calumnia y de publicarla, sin tomarse el trabajo de corroborarla con los hechos.

Al mes siguiente, Bakunin encontró a Marx en Berlín y tuvo lugar una reconciliación aparente. Bakunin escribió con este motivo en 1871 (manuscrito francés): “Los amigos comunes nos obligaron a abrazarnos. Y entonces, en medio de una conversación medio en serio medio en broma, Marx me dijo: «¿Sabes tú que estoy a la cabeza de una sociedad comunista secreta tan bien disciplinada que si dijera a uno solo de sus miembros: Vete a matar a Bakunin, te mataría?»… Después de esta conversación no nos volvimos a ver hasta 1864”.

La amenaza de Marx había hecho risueñamente a Bakunin en 1848 intentaría concretarla seriamente 24 años más tarde: cuando la oposición del anarquista revolucionario en la Internacional se hizo molesta para el dominio personal que Marx pretendía ejercer, éste intentó desembarazarse de él por un verdadero asesinato moral.

Expulsado de Prusia y de Sajonia, Bakunin pasó el resto del año 1848 en el principado de Anhalt. Allí publicó en alemán su folleto “Aufruf an die Slaven, von sinem russischen Patrioten, Michael Bakunin. Mitgles des Slavencongresses”. En él desarrolla este programa: unión de los revolucionarios eslavos con los revolucionarios de las otras naciones -húngaros, alemanes, italianos- para la destrucción de las tres monarquías opresoras: Imperio de Rusia, Imperio de Hungría, Reina de Prusia; luego, libre federación de los pueblos eslavos emancipados. Marx creyó su deber combatir estas ideas; escribió en la Neve Rheinische Zeitung(14 de febrero de 1849): “Bakunin es nuestro amigo; esto no nos impedirá criticar su folleto”. Y formulaba así su punto de vista: “Aparte de los polacos, los rusos y quizá también los eslavos de Turquía, ningún pueblo eslavo tiene un porvenir, por la sencilla razón de que faltan a todos los otros eslavos las condiciones históricas, geográficas, políticas e industriales de independencia y de vitalidad”. Respecto de esta diferencia entre las ideas de Marx y las suyas en la cuestión eslava, Bakunin escribió (1871, manuscrito francés): “En 1848 nos encontramos enfrentados por nuestras opiniones, y debo decir que la razón estaba más de su parte que de la mía… Arrastrado por la embriaguez del movimiento revolucionario, yo estaba más interesado en el aspecto negativo que en el aspecto positivo de la revolución… Sin embargo, hubo un punto en que tuve razón. Como eslavo, yo quería la emancipación de la raza eslava del yugo de los alemanes… y, como patriota alemán, Marx no admitía entonces, como no la admite todavía hoy, el derecho de los eslavos a emanciparse del yugo de los alemanes, pensando hoy como entonces que los alemanes están llamados a civilizarlos, es decir, a germanizarlos por las buenas o por las malas”.

En enero de 1849, Bakunin llegó a Leipzig secretamente. Allí, con un grupo de jóvenes checos de Praga, se dedicó a preparar una sublevación en Bohemia. A pesar de los avances de la reacción en Alemania y en Francia, todavía podía esperarse mucho, pues en más de un punto de Europa la revolución no había sido aún aplastada. Pío IX, expulsado de Roma, había dejado el puesto a la república romana, dirigida por el triunvirato Manzini, Saffi y Armellini, con Garibaldi como general. Venencia -nuevamente libre- sostenía contra los austriacos un sitio heroico; los húngaros, rebelados contra Austria y dirigidos por Kossuth, proclamaban la decadencia de la casa de los Hasburgo. Por esa época estalló en Dresde (3 de mayo de 1849) una sublevación popular provocada por la negativa del rey de Sajonia a aceptar la constitución del imperio alemán, votada por el Parlamento de Frankfurt. El rey huyó el día 4; fue instalado un gobierno provisorio (Heubner, Tzschirner y Todt) y los insurrectos permanecieron dueños de la ciudad durante cinco días. Bakunin, que había cambiado Leipzig por Dresde a mediados de abril, se convirtió en uno de los jefes rebeldes y contribuyó a tomar las más enérgicas medidas para la defensa de las barricadas contra las tropas prusianas. (El comandante militar fue primeramente el lugarteniente coronel Heinze; después, a partir del 8 de mayo, el joven tipógrafo Stephan Born, que había organizado el año precedente la primera asociación general de los obreros alemanes, la Arbeiter-Verbrüderung). La estatura gigantesca de Bakunin y su condición de revolucionario ruso atrajeron particularmente la atención sobre él; se formó pronto una leyenda en torno de su persona; se atribuían a él solo los incendios provocados por la defensa. Fue -se escribió- “el alma verdadera de toda la revolución”; “ejerció un terrorismo que difundió el espanto”; actuó siempre ingeniosamente: aconsejó, para impedir a los prusianos tirar sobre las barricadas, colocar en ellas las obras maestras de la galería de arte.

El día 9 los insurrectos, retrocediendo ante la superioridad de las fuerzas enemigas, efectuaron su retirada sobre el Freiberg. Allí Bakunin intentó vanamente convencer a Born para que pasara, con los combatientes que le quedaban, al territorio de Bohemia para provocar en esa zona una nueva sublevación. Born rehusó y licenció a sus tropas. Entonces, viendo que ya no había nada que hacer, Heubner, Bakunin y el músico Ricardo Wagner se dirigieron a Chemnitz. Durante la noche del 9 al 10 de mayo, los burgueses armados arrestaron a Heubner y a Bakunin y los entregaron a los prusianos; Wagner, que se había refugiado en la casa de su hermana, logró escapar.

La conducta de Bakunin en Dresde fue la de un combatiente decidido y la de un jefe previsor. En una de sus cartas al New York Daily Tribune (número del 2 de octubre de 1852) -On Revolution and Contre – Revolution in Germany-, Marx, a pesar de su hostilidad, reconoció el servicio prestado por Bakunin a la causa revolucionaria. Así escribió: “En Dresde la lucha se continuó durante cuatro días en las calles de la ciudad. Los tenderos de Dresde, la «guardia comunal», no sólo no combatieron, sino que en varios casos favorecieron la acción de las tropas contra los insurrectos. Éstos se componían casi exclusivamente de obreros de los distritos manufactureros circundantes. Encontraron un jefe capaz y de sangre fría en el refugiado ruso Miguel Bakunin”.

Conducido a la fortaleza de Knigstein (Sajonia), Bakunin, después de largos meses de prisión, fue condenado a muerte el 14 de enero de 1850; en junio se le conmutó la pena por la detención perpetua y, simultáneamente, fue entregado al gobierno de Austria, que lo reclamaba. Allí estuvo primero detenido en Praga y luego (marzo de 1851), en la ciudadela de Olmütz, donde el 15 de mayo de ese mismo año fue condenado a la horca; pero nuevamente se le conmutó la pena por la detención perpetua. En las prisiones austriacas, Bakunin fue tratado duramente: tenía hierros en los pies y en las manos, y en Olmütz, estuvo incluso encadenado por la cintura.

Austria lo entregó al gobierno ruso poco después de su condena. En Rusia fue encerrado en la fortaleza de Pedro y Pablo, en el “revellin de Alejo”. Al principio de su cautiverio, por intermedio del conde Orlov, el zar le pidió una confesión escrita. Bakunin, pensando “que se encontraba en poder de un oso” y que, por lo demás, “siendo todos sus actos conocidos, no tenía ningún secreto que revelar” (carta a Herzen, 8 de diciembre de 1860, Irkustk), se decidió a escribir. En su carta decía al zar: “Desea mi confesión, pero no debe ignorar que el penitente no está obligado a confesar los pecados ajenos. Yo no tengo más que el honor y la conciencia de no haber traicionado a nadie que haya querido confiarse a mí, y es por esto que no le daré nombres”. Cuando Nicolás tuvo la carta de Bakunin -cuenta Herzen (Obras Póstumas)-, dijo: “Es un buen muchacho, lleno de espíritu, pero es un hombre peligroso; es preciso guardarlo bien bajo cerrojos”.

Al comenzar la guerra de Crimea, temiendo que la fortaleza de Pedro y Pablo pudiera ser bombardeada o tomada por los ingleses, se transfirió al prisionero a Schlüsselburg (1854). Allí enfermó de escorbuto y como consecuencia perdió todos los dientes. He aquí lo que el autor de la presente nota escribió -al día siguiente de la muerte de Bakunin y de acuerdo con los relatos recogidos de labios de éste- sobre el último período de su cautiverio: “El atroz régimen de la prisión había destrozado completamente su estómago; al final, nos contó él mismo, había tomado asco a todos los alimentos y se nutría exclusivamente de coles agrias picadas (chitchi). Pero si el cuerpo se debilitaba, el espíritu permanecía inflexible. Temía sobre todo una sola cosa: el encontrarse un día, por la acción debilitante de la prisión, en el estado de postración espiritual del que Silvio Pellico ofrece un ejemplo tan conocido; temía cesar de odiar, de sentir en su corazón el sentimiento de rebeldía que los sostenía y de llegar a perdonar a sus verdugos y resignarse a su suerte. Pero este temor era superfluo; su energía no le abandonó un solo día y salió de la prisión tal como había entrado. Nos ha contado también que para distraerse en los largos hastíos de su soledad se complacía en repasar mentalmente la leyenda de Prometeo, el titán bienhechor de los hombres, encadenado por orden del zar del Olimpo a una roca del Cáucaso; pensaba dramatizarla y nosotros hemos retenido la melodía suave y quejumbrosa, compuesta por él, de memoria, de las ninfas del océano que iban a llevar sus consuelos a la víctima de las venganzas de Júpiter”. (Bulletin de la Federation jurassienne de l’International, suplemento al número del 9 de julio de 1870.)

A la muerte de Nicolás se esperaba que el cambio de gobierno aportara algún alivio a la situación del indomable revolucionario, pero fue el mismo Alejandro II quien borró con su propia mano el nombre de Bakunin de la lista de amnistiados. La madre del prisionero se presentó un mes más tarde al nuevo zar para suplicarle concediera gracia a su hijo, pero el autócrata respondió: “Sepa usted, señora, que mientras su hijo viva no podrá ser liberado”. El cautiverio de Bakunin se prolongó aún dos años después de la muerte de Nicolás, pues Alejandro permanecía sordo a todos los ruegos que se le dirigían. Un día, el zar, teniendo en la mano la carta que Miguel Bakunin había escrito en 1851 a Nicolás, se dirigió al príncipe Gontcharov diciéndole: “¡Pero yo no veo el menor arrepentimiento en esta carta!”. Finalmente, en 1857, Alejandro se dejó ablandar y consintió en trocar la condena perpetua por destierro a Siberia.

Bakunin fue internado en Tomsk. Se casó hacia fines de 1858 con una joven polaca, Antonia Kwiatkowska, y poco después, por intervención de un pariente por la línea materna, Muraviev – Amursky, gobernador de la Siberia oriental, pudo ir a residir a Irkutsk (marzo de 1859), donde empezó a trabajar en la compañía del Amour y más tarde en una empresa minera. Esperaba obtener pronto su libertad y volver a Rusia, pero Muraviev se había visto obligado a abandonar su puesto en vista de la oposición que le hacía la burocracia y Bakunin comprendió entonces que no le quedaba más que un medio: la evasión. Saliendo de Irkutsk (5/17 de julio de 1861) con el pretexto de un viaje de negocios y de estudios autorizado por el gobierno, como representante de un negociante llamado Sabachniokov, llegó a Nicolaievsk (julio) y allí se embarcó en una unidad del Estado, el Strelok, yendo a De-Kastri, puerto situado más al sur. Después logró pasar sin despertar sospechas a un navío mercante, el Vikera, que le condujo al Japón, a Hakodadi; de allí pasó a Yokohama, luego a San Francisco (octubre) y a New York (noviembre) y el 27 de diciembre de 1861 llegó a Londres, donde fue recibido por Herzen y Ogarev.

Se pueden resumir rápidamente los seis primeros años del segundo refugio de Bakunin en Occidente.

Pronto comprendió que, a pesar de la amistad personal que lo unía a Herzen y a Ogarev, no podía asociarse a la acción política de la que Kolokol era el órgano. Expuso sus ideas en el curso del año 1861 en dos folletos rusos: A los amigos rusos, polacos y a todos los amigos eslavos y La Causa del pueblo, ¿Romanov, Pugatchev o Pestel? Cuando estalló en 1863 la insurrección polaca trató de unirse a ella, pero la organización de una legión rusa fracasó; la expedición de Lapinski no pudo llegar a un resultado y Bakunin, que había ido a Estocolmo -donde se le reunió su mujer- con la esperanza de obtener una intervención sueca, debió regresar a Londres (octubre) sin haber conseguido su propósito. Se marchó entonces a Italia, desde donde hizo, a mediados de 1864, otro viaje a Suecia; regresó por Londres, donde volvió a ver a Marx, y por París, donde volvió a ver a Proudhon. Como consecuencia de la guerra de 1859 y de la heroica expedición de Garibaldi en 1860, Italia acababa de nacer a una vida nueva; Bakunin permaneció en ese país hasta el otoño de 1867, estableciéndose primero en Florencia y luego en Nápoles y sus alrededores. Había concebido el plan de una organización revolucionaria secreta con miras a la propaganda y, llegado el momento, decidida a la acción. Desde 1864 consiguió agrupar cierto número de italianos, franceses, escandinavos y eslavos en esa sociedad secreta, que se llamó Fraternidad Internacional o Alianza de los revolucionarios socialistas. En Italia, Bakunin y sus amigos se aplicaron sobre todo a luchar contra los mazzinianos, republicanos autoritarios y religiosos, que tenían por divisa Dios y pueblo; en Nápoles se fundó un periódico, Libertá e Giustizia, en el que Bakunin desarrolló su programa. En julio de 1866 participaba a Herzen y a Ogarev de la existencia de la sociedad secreta, a la que consagraba desde hacía dos años toda su actividad, y les comunicaba el programa, del que sus antiguos amigos, según él mismo, se escandalizaron mucho. En ese momento, la organización -según testimonio de Bakunin- tenía adherentes en Suecia, en Noruega, en Dinamarca, en Inglaterra, en Bélgica, en Francia, en España y en Italia, y comprendía también polacos y rusos entre sus miembros.

En 1867, los demócratas burgueses de diversas naciones, principalmente los franceses y los alemanes, fundaron la “Liga de la paz y de la libertad” y convocaron a un congreso en Ginebra, el que tuvo mucha repercusión. Bakunin tenía aún algunas ilusiones respecto de los demócratas; fue en este congreso donde pronunció un discurso, se hizo miembro del comité central de la Liga, estableció su residencia en Suiza, cerca de Vevey, y, durante el año que siguió, se esforzó por inclinar a sus colegas del comité en favor del socialismo revolucionario. En el segundo congreso de la Liga -en Berna (septiembre de 1868)- hizo, con algunos de sus amigos, miembros de la organización secreta en 1864 (Eliseo Reclús, Arístides Rey, Charles Keller, Víctor Jaclard, Giuseppe Fanelli, Saverio Friscia, Nicolás Jukovsky, Valeriano Mroczkowsky y otros), una tentativa para que la Liga votara resoluciones francamente revolucionarias. Después de varios días de debate, los socialistas revolucionarios, encontrándose en minoría, declararon que se separaban de la Liga (25 de septiembre de 1868) y fundaron el mismo día, bajo el nombre de Alianza internacional de la democracia socialista, una asociación nueva, de la que Bakunin redactó el programa. Este programa, que resumía las concepciones a que su autor había llegado en el transcurso de una larga evolución comenzada en Alemania en 1842, decía entre otras cosas:

“La Alianza se declara atea; quiere la abolición definitiva y completa de las clases y la igualación política, económica y social de los individuos de ambos sexos; quiere que la tierra, los instrumentos de trabajo, como todo otro capital, convirtiéndose en propiedad colectiva de la sociedad entera, no puedan ser utilizados más que por los trabajadores, es decir, por las asociaciones agrícolas e industriales. Reconoce que todos los Estados políticos y autoritarios actualmente existentes, reduciéndose más y más a simples funciones administrativas de los servicios públicos en sus países respectivos, deberán desaparecer en la unión universal de las libres asociaciones, tanto agrícolas como industriales”.

Al constituirse, la Alianza internacional de la democracia socialista declaró que deseaba ingresar en la Asociación Internacional de los Trabajadores, de la que aceptaba los estatutos generales.

Con fecha 1º de septiembre de 1868, había aparecido en Ginebra el primer número de un periódico ruso, Naroa-noe Dielo, redactado por Miguel Bakunin y Nicolás Jukovsky. Contenía un editorial titulado “Programa de la democracia socialista rusa”, idéntico en el fondo al programa que adoptó algunos días después la Alianza internacional de la democracia socialista. Pero desde su segundo número el periódico cambió de redacción y pasó a manos de Nicolás Utin, que le imprimió una orientación totalmente diferente. La Asociación Internacional de los Trabajadores había sido fundada en Londres el 23 de septiembre de 1864, pero su organización definitiva y la adopción de sus estatutos no databan más que de su primer congreso, celebrado en Ginebra del 3 al 8 de septiembre de 1868.

A su paso por Londres, en octubre de 1864, Bakunin, que no había vuelto a ver a Marx desde 1848, recibió la visita de éste. Marx acababa de explicarse con él sobre la calumnia acogida en 1848 por la Neve Rheinische Zeitungy que los periodistas alemanes habían vuelto a poner en circulación en 1853. Mazzini Herzen habían tomado entonces la defensa del calumniado, encerrado en una fortaleza rusa; Marx, en esa ocasión, en el periódico inglés Morning Advertiser, había declarado una vez más que Bakunin era su amigo y, en 1864, se lo reiteró. Como consecuencia de esta conversación, Marx comprometió a Bakunin a unirse a la Internacional, pero éste, de regreso a Italia, prefirió consagrarse a la organización secreta de que he hablado ya. La Internacional en sus comienzos no estaba representada, fuera del Congreso General de Londres, más que por un grupo de obreros mutualistas de París, y nada hacía prever la importancia que más tarde adquiriría. Fue sólo después de su segundo congreso de Lausanne (septiembre de 1867), después de los dos procesos de París y de la gran huelga de Ginebra (1868) que la atención se dirigió seriamente hacia ella, convertida en una impotencia de la que ya no se podía ignorar su influencia y su acción revolucionaria. En su tercer congreso en Bruselas (septiembre de 1868) se habían expuesto las ideas colectivistas en oposición al cooperativismo. Desde julio de 1868, Bakunin se hizo admitir como miembro de la sección de Ginebra, y desde su salida de la Liga de la Paz -en el Congreso de Berna- se radicó en Ginebra, para poder unirse activamente al movimiento obrero de esta ciudad.

Inmediatamente le dio un gran empuje a la organización y a la propaganda. Un viaje a España del socialista italiano Fanelli tuvo por resultado la fundación de las secciones internacionales de Madrid y de Barcelona. Las secciones de la Suiza francesa se unieron en una federación que tomó el nombre de Federación Romanda y tuvo por órgano al periódico L’Egalité, creado en enero de 1869. Se comprendió una lucha tenaz contra los falsos socialistas que en el Jura suizo obstaculizaban el movimiento y se consiguió la adhesión de la mayoría de los obreros jurasianos al socialismo revolucionario. En varias ocasiones Bakunin fue al Jura para ayudar con su palabra a destruir lo que él llamaba “la reacción enmascarada en cooperación”; éste fue el origen de la amistad que contrajo con los militantes de esa región. En Ginebra misma, un conflicto entre los obreros de la construcción -socialistas revolucionarios por instinto- y los obreros relojeros y joyeros -llamados de la “fábrica”- que querían participar en las luchas electorales y aliarse a los políticos radicales terminó -por la influencia de Bakunin, que hizo en L’Egalitéuna campaña enérgica y expuso en una serie de notables artículos el programa “político de la Internacional”- con la victoria, desgraciadamente momentánea, del sector revolucionario. Las secciones de la Internacional, en Francia, Bélgica y España, marchaban de acuerdo con las de la Suiza francesa y se podía prever que en el próximo congreso general de la Asociación el colectivismo reuniría la mayoría de los votos.

El Consejo General de Londres no había querido admitir la Alianza internacional de la democracia socialista como una rama de la Internacional porque la nueva sociedad constituía un segundo cuerpo internacional y porque presumía que su presencia en la Internacional sería causa de desorden. Uno de los motivos que movió a esta decisión fue la malevolencia de Marx contra Bakunin, en quien el ilustra comunista alemán creía ver un “intrigante” que quería “transformar la Internacional y transformarla en su instrumento”. Pero, independientemente de los sentimientos personales de Marx, era razonable pensar que la creación de una segunda organización, paralela a la Internacional, era una idea poco feliz; así lo manifestaron a Bakunin sus amigos belgas y jurasianos. Él se rindió a estas razones y reconoció la justicia de la decisión del Consejo General. En consecuencia, el Buró Central de la Alianza, después de haber consultado a los adherentes a esta organización, resolvió -de acuerdo con ellos- la disolución. El grupo local, que se había constituido en Ginebra, se transformó en una simple sección de la Internacional y fue entonces admitido como tal por el Consejo General (julio de 1869).

En el cuarto Congreso General, en Bale (6-12 de septiembre de 1869), la casi unanimidad de los delegados de la Internacional se pronunció por la propiedad colectiva, pero se pudo constatar entonces que había entre ellos dos corrientes distintas: unos -alemanes, suizos alemanes, ingleses- eran comunistas de Estado; otros -belgas, franceses, suizos franceses, españoles- eran comunistas antiautoritarios o federalistas o anarquistas, que tomaron el nombre de colectivistas. Bakunin pertenecía, naturalmente, a esta segunda fracción, en la que se contaban, entre otros, el belga De Paepe y el parisiense Varlin.

La organización secreta fundada en 1864 se había disuelto en enero de 1869 como consecuencia de una crisis interna, pero muchos de sus miembros seguían relacionadas entre sí y a ese pequeño grupo se habían añadido elementos nuevos: suizos, españoles, franceses y el mismo Varlin. Se suponía que este libre contacto entre quienes se unían para la acción colectiva en una fraternidad revolucionaria daría más fuerza y cohesión al gran movimiento del que era expresión la Internacional.

En el verano de 1869 un amigo de Marx, Borkhein, reprodujo en el Zukunft de Berlín la vieja calumnia de que Bakunin era un “agente del gobierno ruso” y Liebknecht repitió esta afirmación en varias circunstancias. Encontrándose éste en Basilea con motivo del congreso, Bakunin lo invitó a explicarse ante un jurado de honor. Allí, el socialista sajón afirmó que no había acusado nunca a Bakunin, que sólo se había limitado a repetir versiones leídas en un diario. Por unanimidad, el jurado declaró que Liebknecht había obrado con ligereza culpable y remitió a Bakunin una declaración escrita y firmada por todos los miembros. Liebknecht, reconociendo que había cometido un error, tendió la mano a Bakunin y éste, frente a todos, quemó la declaración del jurado y encendió con ella un cigarrillo.

Después del Congreso de Basilea, Bakunin se retiró a Locarno (Tessino). Esta decisión obedeció a motivos estrictamente privados: la necesidad de establecerse en un lugar donde le fuera posible vivir con pocos recursos y donde además pudiera entregarse con tranquilidad a los trabajos de traducción encargados por un editor de Petersburgo (se trataba, principalmente, de una traducción del primer volumen de El Capital, de Marx, aparecido en 1867). Pero al marcharse Bakunin de Ginebra, dejó desgraciadamente el campo libre a los intrigantes políticos, quienes asociándose a las maniobras de un emigrado ruso, Nicolás Utin -demasiado conocido por el triste papel que desempeñó en la Internacional, para que haya necesidad de caracterizarlo aquí-, lograron en algunos meses desorganizar la Internacional ginebrina, ocupar sus puestos directivos y apoderarse del periódico L’Egalité. Marx, a quien sus rencores y sus mezquinas envidias contra Bakunin cegaban, no se avergonzó de rebajarse a concertar una alianza con Utin y la camarilla de los políticos seudosocialistas de Ginebra, los hombres del “Templo Único”[3], al mismo tiempo que por una “comunicación confidencial” (28 de marzo de 1870), enviada a sus amigos de Alemania, trataba de denigrar a Bakunin ante los demócratas socialistas alemanes, representándolo como un agente del partido paneslavista, del cual recibía -afirmaba Marx- veinticinco mil francos al año.

Las intrigas de Utin y de sus asociados ginebrinos lograron provocar una escisión en la Federación Romanda: ésta se separó (abril de 1870) en dos fracciones, de las cuales una -de acuerdo con las Internacionales de Francia, de Bélgica y de España- se había pronunciado por la política revolucionaria, declarando que “toda participación de la clase obrera en la política burguesa gubernamental no podía tener otros resultados que la consolidación del orden de cosas existente”. La otra fracción, en cambio, profesaba “la intervención política y las candidaturas obreras”. El Consejo General de Londres, así como los alemanes y los suizos alemanes, tomaron partido por la segunda de estas fracciones (fracción de Utin y del Templo Único), mientras que los franceses, los belgas y los españoles tomaban partido por la primera (fracción del Jura).

Bakunin estaba en ese momento absorbido por los asuntos rusos. En la primavera de 1869 había entrado ya en relaciones con Netchaiev; creía entonces en la posibilidad de organizar en Rusia una vasta sublevación de campesinos, como en tiempos de Stenka Ratkin: pues el aniversario, luego de dos siglos, del año de la gran revuelta (1869) parecía una coincidencia casi profética. Es entonces cuando escribió en ruso el manifiesto titulado: Algunas palabras a los jóvenes hermanos de Rusia, y el folleto La ciencia y la causa revolucionaria actual. Netchaiev había vuelto a Rusia, pero debió huir nuevamente después del arresto de casi todos sus amigos y de la destrucción de su organización; regresó a Suiza en enero de 1870. Exigió a Bakunin que abandonara la traducción comenzada de El Capital[4]para consagrarse enteramente a la propaganda revolucionaria rusa; obtuvo de Ogarev -para el Comité ruso que decía representar- la entrega que constituía el “fondo Bakhmetiev”. Una parte de este dinero le había sido ya confiada por Herzen el año precedente. Bakunin escribió, en ruso, el folleto A los oficiales del ejército ruso y, en francés, El oso de Berna y el oso de San Petersburgo. Hizo también aparecer algunos números de una nueva serie de Kolokol y desplegó durante muchos meses una gran actividad, pero acabó por comprender que Netchaiev sólo buscaba servirse de él como de un simple instrumento y que había recurrido a procedimientos jesuíticos para conseguir una verdadera dictadura personal. Después de una explicación decisiva que tuvo lugar en Ginebra en julio de 1870, rompió completamente con el joven revolucionario. Había sido víctima de su excesiva confianza y de la admiración que le había inspirado primeramente la energía salvaje de Netchaiev. “No es preciso decir -escribió Bakunin a Ogarev después de esta ruptura-, que nosotros hemos desempeñado un hermoso papel de idiotas. ¡Cómo se burlaría Herzen de ambos, si viviera, y con cuánta razón! Y bien, no hay ya más remedio que tragar esta amarga píldora, que nos hará más circunspectos de aquí en adelante”. (2 de agosto de 1870.)

En ese momento acababa de estallar la guerra entre Alemania y Francia y Bakunin seguía sus peripecias con un apasionado interés. “Tú no eres más que ruso -escribía el 11 de agosto a Ogarev-, mientras que yo soy internacional”. A sus ojos, la derrota de Francia por la Alemania feudal y militar era el triunfo de la contrarrevolución y ésta no podía ser evitada más que llamando al pueblo francés a levantarse en masa, para rechazar al mismo tiempo al invasor extranjero y a los tiranos internos que lo tenían en la servidumbre económica y política. Escribió a sus amigos socialistas de Lyon:

“El movimiento patriótico de 1792 no es nada en comparación con el que deben hacer ustedes ahora si quieren salvar a Francia. Por lo tanto, levántense, amigos, al canto de La Marsellesa, que se convierte hoy otra vez en el canto legítimo de Francia, palpitante de actualidad, el canto de la libertad, el canto del pueblo, el canto de la humanidad, porque la causa de Francia se ha convertido otra vez en la causa de la humanidad. Obrando como patriotas salvaremos la libertad universal… ¡Ah, si fuera joven no escribiría cartas, estaría con ustedes!”

Un corresponsal del Volksstaat (el periódico de Liebknecht) había escrito que los obreros parisienses eran “indiferentes a la guerra actual”. Bakunin se indignó de que pudiera suponérseles una apatía casi criminal y entonces escribió para demostrarles que no podían desinteresarse de la invasión alemana, que debían defender su libertad contra las bandas armadas del despotismo prusiano. “¡Ah! -exclama- si Francia fuera invadida por in ejército de proletarios alemanes, ingleses, belgas, españoles, italianos, llevando en alto la bandera del socialismo revolucionario y anunciando al mundo la emancipación final de los trabajadores, hubiera sido el primero en gritar a los obreros franceses: «¡Ábrele tus brazos, son tus hermanos, y únete a ellos para barrer los restos podridos del mundo burgués!». Pero la invasión que deshonraba a Francia era una invasión aristocrática, monárquica y militar… Permaneciendo pasivos ante esa invasión, los obreros franceses no traicionarían sólo su propia libertad, traicionarían también la causa del proletariado del mundo entero, la causa sagrada del socialismo revolucionario”.

Las ideas de Bakunin sobre la situación y sobres los medios necesarios para salvar a Francia y a la causa de la libertad fueron expuestas por él en un corto folleto, que apareció anónimamente, en septiembre, bajo el título de Cartas a un francés sobre la crisis actual.

El 9 de septiembre salió de Locarno para dirigirse a Lyon, donde llegó el día 15. Un “Comité de Salvación de Francia”, del que Bakunin fue el miembro más activo y más audaz, se había organizado en esos días para intentar una sublevación revolucionaria. El programa de este movimiento fue publicado el 26 de septiembre en un cartel rojo que llevaba las firmas de los delegados de Lyon, de Saint Etienne, de Tarare, de Marsella; Bakunin, aunque extranjero, no vaciló en añadir su firma a las de aquéllos, a fin de compartir los riesgos y la responsabilidad. El cartel, después de haber declarado que “la máquina gubernamental del Estado, reducida a la impotencia, era abolida”, y que “el pueblo de Francia entraba en posesión plena de sí mismo”, proponía la formación, en todas las comunas federadas, de comités de salvación de Francia y el envío inmediato a Lyon de dos delegados de ese comité de cabecera de departamento “para formar la convención revolucionaria de la salvación de Francia”. Un movimiento popular puso el 28 de septiembre a los revolucionarios en posesión del Ayuntamiento de Lyon, pero la traición del general Cluseret y la cobardía de algunos en quienes el pueblo había puesto su confianza hicieron fracasar esta tentativa. Bakunin -contra quien el procurador de la República, Andrieux, había lanzado una orden de arresto- logró huir a Marsella, donde se mantuvo algún tiempo oculto, tratando de preparar un nuevo movimiento. Durante este período, las autoridades francesas hicieron correr el rumor de que era un agente a sueldo de Prusia y de que el gobierno de la Defensa Nacional tenía la prueba. Por su parte, el Volksstaat, de Liebknecht, imprimía estas líneas a propósito del movimiento del 28 de septiembre y del programa del cartel rojo: “No se podría haber hecho mejor en la oficina berlinesa de prensa para servir a los designios de Bismarck”.

El 24 de octubre, desalentado por la actitud de Francia, Bakunin salió de Marsella a bordo de un navío cuyo capitán era amigo de sus compañeros; pensaba volver a Locarno por Génova y Milán. La víspera escribía a un socialista español, Sentiñón, que había ido a Francia con la esperanza de unirse al movimiento revolucionaria: “El pueblo de Francia no es ya revolucionario… El militarismo y el burocratismo, la arrogancia nobiliaria y el jesuitismo protestante de los prusianos, aliados tiernamente al Knut de mi querido soberano y amo, el emperador de todas las Rusias, van a triunfar en Europa, Dios sabe durante cuántas decenas de años. ¡Adiós todos nuestros sueños de emancipación inmediata!” El movimiento que estalló en Marsella el 31 de octubre, siete días después de su partida, no hizo más que confirmar su juicio pesimista: la comuna revolucionaria, que había instalado en el Ayuntamiento ante la noticia de la capitulación de Bazaine, no pudo mantenerse más que cinco días y abdicó el 4 de noviembre ante el comisario Alfonso Gent, enviado por Gambetta.

Vuelto a Locarno, donde pasó el invierno en lo soledad, luchando contra la penuria y la miseria, Bakunin escribió como continuación a las Cartas a un francés una exposición de la nueva situación de Europa, que apareció en la primavera de 1871 con el título El imperio Knouto-germánico y la revolución social. La noticia de la insurrección parisiense del 8 de marzo vino a desbaratar una parte de sus sombríos pronósticos, demostrando que el proletariado parisiense había conservado, al menos, su energía y su espíritu de rebeldía. Pero el heroísmo del pueblo de París resultaría impotente para despertar a Francia, agotada y vencida; las tentativas hechas en varías provincias para generalizar el movimiento comunalista fracasaron; los valerosos insurrectos parisienses fueron finalmente aplastados por la superioridad numérica de los enemigos, y Bakunin -que había ido (27 de abril) con sus amigos del Jura para encontrarse más cerca de la frontera francesa- debió volver a Locarno sin haber podido obrar (1º de junio). Pero esta vez no se dejó ganar por el desaliento. La Comuna de París, objeto de los odios furiosos de todas las reacciones coaligadas, había encendido una chispa de esperanza en el corazón de todos los explotados. El proletariado universal saludaba en el pueblo heroico, cuya sangre acababa de correr a torrentes por la emancipación humana, “al Satán moderno, al gran rebelde vencido, pero no pacificado”, según la expresión de Bakunin. El patriota italiano Mazzini había unido su voz a las que maldecían a París y a la Internacional; Bakunin escribió la Respuesta de un internacional a Mazzini, que apareció a la vez en italiano y en francés (agosto de 1871). Este escrito tuvo una inmensa repercusión en Italia y produjo en la juventud y en los obreros de ese país un movimiento de opinión que dio nacimiento, antes del fin de 1871, a numerosas secciones de la Internacional. Un segundo folleto, La teología política de Mazzini y la Internaciona, acabó la obra comenzada y Bakunin, que -por el envío de Fanelli a España- había sido el creador de la Internacional española, fue -por su polémica contra Mazzini en 1871- el creador de esa Internacional italiana que iba a lanzarse con tanto ardor a la lucha, no solamente contra la dominación de la burguesía sobre el proletariado sino también contra las tentativas de quienes quisieron, en ese momento, instaurar el principio de autoridad en el seno de la Asociación Internacional de los Trabajadores.

La escisión en la federación romanda -que hubiera podido terminarse por una reconciliación, si el Consejo General de Londres lo hubiera querido y si su agente, Utin, hubiera sido menos pérfido- se había agravado y era ya inevitable. En agosto de 1870, Bakunin y tres de sus amigos fueron expulsados de la sección de Ginebra por manifestar su simpatía por los jurasianos. Poco después del fin de la guerra de 1870-71, los agentes de Marx fueron a Ginebra para reavivar las discordias. Los miembros de la sección de la Alianza creyeron dar una prueba de sus intenciones pacíficas resolviendo la disolución de su sección, pero el partido de Marx y de Utin no cesó. Una nueva sección -llamada de propaganda y de acción revolucionaria socialista-, constituida en Ginebra por los refugiados de la Comuna y en la que habían ingresado los antiguos miembros de la sección de la Alianza, vio rechazada su admisión por el Consejo General. En lugar de un Congreso general de la Internacional, el Consejo General -dirigido por Marx y Engels- convocó en Londres, en septiembre de 1871, una conferencia secreta, compuesta casi exclusivamente por gente de confianza de Marx, y en la cual éste hizo tomar decisiones que destruían la autonomía de las federaciones y secciones de la Internacional, concediendo al Consejo General una autoridad contraria a la establecida por los estatutos fundamentales de la Asociación. La conferencia pretendió al mismo tiempo organizar, bajo la dirección de ese Consejo, lo que llamaba la “acción política de la clase obrera”.

Había urgencia por no dejar absorber la Internacional -vasta federación de agrupaciones organizadas para luchar en el terreno económico contra la explotación capitalista- por una pequeña camarilla de sectarios marxistas y blanquistas. Las secciones del Jura, unidas a la sección de propaganda de Ginebra, se constituyeron el 12 de noviembre de 1871 en Federación Jurasiana y dirigieron a todas las Federaciones de la Internacional una circular invitándolas a luchar para rechazar las usurpaciones del Consejo General y para reivindicar enérgicamente su autonomía. “La sociedad futura -decía la circular- no debe ser otra cosa que la universalización de la organización que la Internacional se haya dado. Debemos preocuparnos por acercar lo más posible esta organización a nuestro ideal. ¿Cómo se espera que una sociedad igualitaria y libre surja de una organización autoritaria? Es imposible. La Internacional, debe ser desde ahora la imagen fiel de nuestros principios de libertad y de federación, y debe alejar de su seno todo principio tendiente a la autoridad y a la dictadura”.

Bakunin acogió con entusiasmo la circular de Sonvillier y se dedicó activamente a propagar esos principios en las secciones italianas. España, Bélgica, la mayor parte de las secciones reorganizadas en Francia (a pesar de la reacción versallesa) bajo la forma de grupos secretos, la mayoría de las secciones de Estados Unidos, se pronunciaron en el mismo sentido que la Federación Jurasiana y se pudo asegurar que la tentativa de Marx y de sus aliados para establecer su dominio en la Internacional pronto sería contrarrestada. La primera mitad del año 1872 fue signada por una circular confidencial del Consejo General, obra de Marx, impresa como folleto y titulada Las pretendidas escisiones en la Internacional. En ella eran atacados y difamados los principales militantes del partido autonomista o federalista y todas las protestas que se habían levantado contra ciertos actos del Consejo General aparecían como el resultado de una intriga tramada por los miembros de la antigua Alianza internacional de la democracia socialista que, bajo la dirección del “Papa misterioso de Locarno”, trabajaban en la destrucción de la Internacional. Bakunin calificó esta circular como lo merecía, escribiendo a sus amigos: “La espada de Damocles con que se nos amenazó tanto tiempo acaba de caer por fin sobre nuestras cabezas. No es propiamente una espada, sino el arma habitual del señor Marx: un montón de basura”.

Bakunin pasó el verano y el otoño de 1872 en Zurich, donde se fundó (en agosto) por su iniciativa una sección eslava -formada casi enteramente por estudiantes serbios y rusos- que adhirió a la federación jurasiana de la Internacional. En el mes de abril, desde Locarno, se había relacionado con algunos jóvenes rusos que residían en Suiza y los había organizado en un grupo secreto de acción y de propaganda. Entre los miembros de ese grupo, el militante más activo fue Armando Ross (Miguel Sajin) quien, íntimamente ligado a Bakunin desde el verano de 1870, fue hasta la primavera de 1876 el principal intermediario entre el gran agitador revolucionario y la juventud de Rusia. Es posible afirmar que a la propaganda hecha en ese momento por Bakunin se debió el impulso de los años siguientes, pues fue él quien lanzó la idea de que la juventud debía ir al pueblo. Sajin creó en Zurich una imprenta rusa que publicó en 1873, bajo el título de Istoritcheskoe razvitte Internatsionala, una colección de artículos aparecidos en los periódicos socialistas belgas y suizos, con algunas notas explicativas de diversos autores, entre ellos un capítulo sobre la Alianza escrito por Bakunin y, en 1874, de Bakunin solo, Gosudarstvennost i Anarkhia.[5] Un conflicto con Pedro Lavrov y discusiones personales entre algunos miembros debían llevar a la disolución de la sección eslava de Zurich, en 1873.

Por entonces, el Consejo General decidió convocar un congreso general para el 2 de septiembre de 1872, pero como sede de ese congreso eligió La Haya, para poder llevar allí más fácilmente desde Londres y en gran número, delegados provistos de mandatos complacientes o ficticios, totalmente adeptos a su política. De este modo, el acceso al congreso se hacía muy difícil a los representantes de las federaciones alejadas, e imposible a Bakunin. La federación italiana, nuevamente constituida, se abstuvo de enviar delegados; la federación española envió cuatro; la federación jurasiana, dos; la federación belga, siete; la federación holandesa, cinco. Estos veintiún delegados, únicos representantes verdaderos de la Internacional, formaron el núcleo de la minoría.

La mayoría -un total de cuarenta hombres- no representaba en realidad más que a sus integrantes y estaba comprendida por adelantado a ejecutar todo lo que le dictara la fracción de la que Marx y Engels eran los jefes. El único acto del congreso de La Haya del que hablaremos aquí es la expulsión de Bakunin, determinada el último día (7 de septiembre) -cuando ya un tercio de los delegados había partido- por veintisiete votos contra siete y ocho abstenciones. Los motivos expuestos por Marx y sus partidarios para exigir -después de un irrisorio simulacro de encuesta realizada “en familia” por una comisión de cinco miembros- la expulsión de Bakunin eran los siguientes: “Que está demostrado por un proyecto de estatutos y cartas firmadas Bakuninque este ciudadano ha intentado, y quizás logrado, fundar en Europa una sociedad llamada Alianza, que tiene estatutos completamente diferentes desde el punto de vista social y político de los de la Asociación Internacional de los Trabajadores; que el ciudadano Bakunin se ha servido de maniobras fraudulentas tendientes a apropiarse total o parcialmente de la fortuna de otro, lo que constituye un hecho de estafa; que, además, para no cumplir sus compromisos, él o sus agentes han recurrido a la intimidación”. En esta segunda parte del acta de acusación marxista –que hace alusión a los trescientos rublos recibidos como adelanto por Bakunin a cuenta de la traducción de El Capital, y a la carta escrita por Netchaiev al editor Poliakov- lo que yo he calificado más arriba de tentativa de asesinato moral.

Inmediatamente fue publicada una protesta contra esta infamia por un grupo de emigrados rusos; he aquí los principales pasajes:

“Ginebra y Zurich, 4 de octubre de 1872… Se han atrevido a lanzar contra nuestro amigo Miguel Bakunin la acusación de estafa y de chantaje… No creemos necesario ni oportuno discutir aquí los pretendidos hechos sobre los cuales se creyó poder apoyar la extraña acusación dirigida contra nuestro compatriota y amigo. Estos hechos no son bien conocidos, en sus menores detalles, y consideramos un deber restablecerlos en toda su verdad tan pronto como nos sea permitido hacerlos. Ahora estamos impedidos por la situación desgraciada de otro compatriota, que no es nuestro amigo, pero a quien las persecuciones de que es en este mismo momento víctima por parte del gobierno ruso, nos lo hacen sagrado”.[6]

“El señor Marx, del que nosotros no queremos, por lo demás, discutir la habilidad, en esta ocasión al menos, ha calculado muy mal. Los corazones honrados, en todos los países, no experimentarán más que indignación y disgusto ante una intriga tan grosera y una violación tan flagrante de los más sencillos principios de la justicia. En cuanto a Rusia, nosotros podemos asegurar al señor Marx que todas sus maniobras estarán siempre condenadas al fracaso: Bakunin es demasiado estimado y conocido allí para que la calumnia pueda llegar a él… (firmado): Nicolás Ogarev, Bartolomé Zayzev, Woldemar Ozerov, Armando Ross, Woldemar Holstein, Zemphiri Rally, Alejandro Oelsnitz, Valeriano Smirnov”.

El 15 de septiembre, al día siguiente del congreso de La Haya, se reunió en Saint-Imier (Jura suizo) otro congreso internacional, formado por los delegados de las federaciones italiana, española y jurasiana, y los representantes de las secciones francesas y norteamericanas. Este congreso declaró por unanimidad “rechazar absolutamente todas las resoluciones del congreso de La Haya y no reconocer de ningún modo los poderes del nuevo Congreso General nombrado por él” (Consejo que, por otra parte, había sido trasladado a New York). La federación italiana había confirmado por adelantado las resoluciones de Saint-Imier por su votación, emitida en la Conferencia de Rímini el 4 de agosto; la federación jurasiana las confirmó en un congreso especial celebrado el mismo día 15 de septiembre; la mayor parte de las secciones francesas se apresuraron a enviar su completa aprobación; la federación española y la federación belga confirmaron a su vez estas resoluciones en sus respectivos congresos, celebrados en Córdoba y en Bruselas durante la semana de navidad de 1872; la federación norteamericana hizo lo mismo en la sesión de su Consejo Federal (New York, Spring Street) del 19 de enero de 1873, y la federación inglesa, donde se encontraban dos de los antiguos amigos de Marx -Eccarius y Jung[7], que se separaron de él a causa de sus procedimientos-, en su congreso del 26 de enero de 1873. El Consejo General de New York, queriendo hacer uso de los poderes otorgados por el congreso de La Haya, pronunció el 5 de enero de 1873 la “suspensión” de la federación jurasiana, declarada rebelde. Pero este acto tuvo solamente por resultado que la federación holandesa, que en principio había tratado de conservar la neutralidad, saliera de su reserva y se uniera a las otras siete federaciones de la Internacional, declarando el 14 de febrero de 1873 que no reconocía la suspensión de la federación jurasiana.

La publicación por Marx y el pequeño grupo se sus seguidores, en la segunda mitad de 1873, de un panfleto lleno de groseras alteraciones de la verdad bajo el título de La Alianza de la democracia socialista y la Asociación Internacional de los Trabajadores, no tuvo otros resultados que provocar el disgusto de los que leyeron esa triste página, producto de un odio ciego.

El 1º de septiembre de 1873 se abría en Ginebra el sexto congreso general de la Internacional: las federaciones belga, holandesa, italiana, española, francesa, inglesa y del Jura suizo estaban representadas; los socialistas lassallianos de Berlín habían enviado un telegrama de simpatía firmado por Hassenclever y Hasselmann. El congreso se ocupó de la revisión de los estatutos de la Internacional, declaró la supresión del Consejo General e hizo de la Internacional una federación libre, sin ninguna autoridad dirigente a su cabeza. “Las federaciones y secciones que componen la Asociación -dicen los nuevos estatutos (artículo 3)- conservan su completa autonomía, es decir, el derecho de organizarse según su voluntad, de administrar sus propios asuntos sin ninguna injerencia exterior y de determinar ellas mismas la marcha que estimen más conveniente para llegar a la emancipación del trabajo”.

Bakunin estaba cansado luego de una larga vida de luchas; la prisión lo había envejecido prematuramente, su salud se había quebrantado y deseaba el reposo y el retiro. Cuando vio a la Internacional reorganizada bajo el principio de libre federación, pensó que había llegado el momento de apelar a la tolerancia de sus compañeros, y dirigió a los miembros de la federación jurasiana una carta (publicada el 12 de octubre de 1873) “para rogarles aceptaran su dimisión como miembro de la federación jurasiana y como miembro de la Internacional”, añadiendo: “No me siento ya con las fuerzas necesarias para la lucha; no podría, pues, ser en el campo del proletariado más que un estorbo, no una ayuda… Me retiro, por consiguiente, queridos compañeros, lleno de agradecimiento hacia ustedes y de simpatía por su grande y santa causa, la causa de la humanidad. Continuaré siguiendo con ansiedad todos sus pasos y saludaré con placer cada uno de sus nuevos triunfos. Seré suyo hasta la muerte”. No le quedaban más que tres años de vida.

Su amigo el revolucionario italiano Carlos Cafiero, le dio hospitalidad en una casa que acababa de ocupar en Locarno. Allí Bakunin vivió hasta mediados de 1874, exclusivamente absorbido, según parece, por ese nuevo género de vida, en el que encontraba por fin la tranquilidad, la seguridad y un relativo bienestar. Pero no había dejado de considerarse un soldado de la revolución: sabiendo que sus amigos italianos habían preparado un movimiento insurreccional, partió para Bologna (julio de 1874) para tomar parte en él. El movimiento, mal combinado, fracasó y Bakunin debió volver a Suiza Clandestinamente.

En ese momento se produjo un malentendido en la amistad que unía a Bakunin y a Cafiero. Éste, que había sacrificado su fortuna desinteresadamente por la causa de la revolución, se encontró de pronto arruinado y se vio obligado a poner en venta su casa. Bakunin debió salir de Locarno y fue a establecerse en Lugano donde, gracias a la remesa que le enviaron sus hermanos de una parte de la herencia paterna, pudo continuar subviniendo a sus necesidades y a las de su familia. Por lo demás, el enfriamiento de la amistad entre Bakunin y Cafiero no duró mucho y las relaciones se restablecieron pronto. Pero la enfermedad progresaba, sus estragos llegaban al cuerpo y al espíritu y Bakunin no era, en 1875, más que la sombra de sí mismo. En junio de 1876, con la esperanza de hallar algún alivio a sus males, salió de Lugano para dirigirse a Berna; al llegar allí dijo a su amigo, el doctor Adolfo Vogt: “Vengo para que me devuelvas la salud o para morir”. Se le instaló en una clínica (J. L. Hug – Brain 15 Krankenpension, Mattenhof, 317), donde recibió durante quince días las atenciones afectuosas de sus viejos amigos Vogt y Reichel. En una de sus últimas conversaciones, que han sido anotadas por Reichel, hablando de Schopenhauer (el día 15) hizo esta observación: “Todo nuestra filosofía parte de una base falsa; es decir, comienza siempre considerando al individuo como individuo y no, como debería hacerlo, como un ser perteneciente a una colectividad. De ahí la mayor parte de los errores filosóficos, que concluyen sea en la concepción de la felicidad en las nubes, sea en su pesimismo como el de Schopenhauer y Hartmann”. El día 21 dijo a su amigo, que se lamentaba de que Bakunin jamás hubiera tenido tiempo de escribir sus memorias: “¿Y para qué quieres que la hubiera escrito? No vale la pena abrir la boca. Hoy los pueblos de todos los países han perdido el instinto de la revolución… No, si yo encontrara todavía un poco de salud, quisiera más bien escribir una ética basada en los principios del colectivismo, sin frases filosóficas ni religiosas”. Murió el 1º de julio a mediodía.

El 3 de julio, socialistas procedentes de todas partes de Suiza llegaron a Berna para rendir los últimos honores a Miguel Bakunin. Sobre su tumba pronunciaron discursos algunos de sus amigos de la federación jurasiana: Adhemar y Schwitzguebel, James Guillaume, Eliseo Reclús; Nicolás Jukovsky, en nombre de los rusos; Paul Brousse, en nombre de la juventud revolucionaria francesa; Carlo Salvioni, en nombre de la juventud revolucionaria italiana; Betsien, en nombre del proletariado alemán. En una reunión que tuvo lugar después de la ceremonia, un mismo deseo salió de todos los corazones: olvidar los rencores personales y la unión, sobre el terreno de la libertad de todas las fracciones del socialismo de ambos mundos. Y se aprobó por unanimidad la resolución siguiente: “Los trabajadores reunidos en Berna con motivo de la muerte de Miguel Bakunin, pertenecientes a cinco naciones diferentes, unos partidarios del Estado obrero, los otros partidarios de la libre federación de los grupos de productores, piensan que una reconciliación es no sólo útil, deseable, sino que es fácil, sobre el terreno de los principios de la Internacional, tales como se han formulado en el artículo tres de los estatutos revisados en el Congreso de Ginebra de 1873”.

“En consecuencia, la asamblea reunida en Berna propone a todos los trabajadores olvidar las inútiles y enfadosas disensiones pasadas, y unirse más estrechamente sobre el reconocimiento de los principios enunciados en el artículo 3 de los mencionados estatutos”.

¿Qué respuesta se dio a esta proposición de unión en la libertad y de olvido de los odios pasados? La Taguacht de Zurich (redactor Hermann Greulich), publicó el 8 de julio las líneas siguientes: “Bakunin era mirado por muchos buenos socialistas, hombres imparciales, como un agente ruso; esta sospecha, errónea, sin duda, está fundada en el hecho de que la acción destructiva de Bakunin hizo mucho daño al movimiento revolucionario y benefició a la reacción”. Esta injuria de la Taguacht, así como los juicios malevolentes emitidos por el Volksstaat de Leipzig y el Vperedde Londres, hicieron reconocer a los amigos de Bakunin que quienes le habían perseguido con su odio no estaban dispuestos a cesar, y el Bulletin de la Federation jurassienne, en presencia de estas manifestaciones hostiles, debió hacer esta declaración (septiembre de 1876): “Deseamos -nuestra conducta lo ha demostrado siempre- el acercamiento, en la medida de lo posible, de todos los grupos socialistas; estamos dispuestos a tender la mano de la reconciliación a todos los que quieran luchar sinceramente por la emancipación del trabajo; pero estamos bien decididos a no dejar insultar a nuestros muertos”.

¿Ha llegado por fin el momento de que la posteridad juzgue la persona y los actos de Miguel Bakunin con la imparcialidad que hay derecho a esperar de ella? ¿Se podrá esperar que el voto emitido por sus amigos sobre su tumba recién cubierta se realice algún día?

James Guillaume




CAPÍTULO I

RACIONALIDAD DE LAS TÁCTICAS REVOLUCIONARIAS



*La racionalidad histórico-económica. Admito que el orden actual, tanto el político como el civil y el social existentes en cada país, es el resumen final o el resultado del choque, de la lucha, del triunfo y de la aniquilación mutua, como así también de la combinación e interacción de todas las fuerzas heterogéneas, tanto internas como externar, que operan en un país y actúan sobre él. ¿Qué se deduce de esto? En primer lugar, que es posible un cambio del orden dominante y que tal cambio sólo puede darse como resultado de la modificación del equilibrio de fuerzas que actúan en una sociedad.

A fin de resolver cómo el equilibrio existente de las fuerzas sociales fue modificado en le pasado y cómo puede ser modificado en el presente -lo que constituye un importante problema- debemos examinar más de cerca la naturaleza esencial de esas fuerzas.

Tal como ocurre en el mundo orgánico e inorgánico, donde todo lo que vive o simplemente existe -en sentido mecánico, físico o químico- influye su entorno en alguna medida, en la sociedad humana hasta el ser más humilde encarna una pequeña parte de la fuerza social. Por cierto que esta fuerza, tomaba aisladamente o en comparación con la inmensa totalidad de las fuerzas sociales, resulta insignificante y su efecto es casi nulo. Es decir, si yo solo, sin ayuda, tratara de cambiar el orden existente, únicamente porque no me satisface -y sólo a mí no satisface-, demostraría ser un tonto detestable y nada más que eso.

Sin embargo, si tuviéramos diez, veinte o treinta personas que persiguen la misma meta, eso sería algo más serio, aunque todavía tristemente inadecuado, a menos que la meta final fuera trivial e insignificante. Los esfuerzos combinados de unas pocas decenas de personas deben ser tomados mucho más seriamente que los de una sola persona, no solamente porque su número sea mayor -en una sociedad de muchos millones la suma de unas pocas decenas de unidades es casi nula comparada con la totalidad de las fuerzas sociales- sino porque allí donde unas pocas decenas de individuos unen sus esfuerzos para lograr un objetivo común nace una nueva fuerza que excede en mucho la simple suma de sus esfuerzos individuales aislados.

En el campo de la economía política, este hecho fue observado por Adam Smith y adscrito a la consecuencia natural de la división del trabajo. Pero en el caso particular que analizamos, no es sólo la división del trabajo la que actúa, la que crea la nueva fuerza, sino -y en una medida aún mayor- es el acuerdo y luego el desenvolvimiento de un plan de acción, seguido invariablemente por la mejor distribución y la combinación calculada o mecánica de las escasas fuerzas disponibles, que el plan antedicho elabora.

Lo cierto es que desde el comienzo de la historia, en todos los países -aun en los más cultos e inteligentes- la suma total de las fuerzas sociales está dividida en dos categorías principales, que difieren esencialmente entre sí y casi siempre se oponen. Una categoría abarca las fuerzas inconscientes, instintivas, tradicionales y, por así decirlo, elementales, las que están escasamente organizadas aunque vivas y en movimiento, mientras que la otra presenta una suma incomparablemente menor de fuerzas conscientes, organizadas, unidas con vistas a un fin y que actúan y se estructuran mecánicamente según un plan dado. La primera categoría abarca varios millones de personas y en muchos sentidos una considerable mayoría de las clases instruidas y privilegiadas e inclusive las capas inferiores de la burocracia y del ejército; la clase gobernante, militar y burocrática, por su naturaleza esencial, las ventajas de su posición y su expeditiva organización, más o menos mecánica, pertenece a la segunda categoría, con el gobierno como centro. En una palabra, la sociedad se halla dividida en una minoría compuesta de explotadores y una mayoría que comprende la inmensa masa popular, explotada con mayor o menor conciencia por los otros.

Por cierto, resulta prácticamente imposible dibujar una línea firme e inflexible que separe un mundo de otro. En la sociedad, como en la naturaleza, las fuerzas más contrarias se tocan en los extremos. Pero podemos decir que entre nosotros, por ejemplo, son los campesinos, la pequeña burguesía y los plebeyos quienes representan a los explotados. Sobre ellos se levantan en el orden jerárquico todos los estratos que a medida que se acercan a la gente común más pertenecen a la categoría de los explotados y menos explotan a los demás e, inversamente, cuanto más se alejan del pueblo, más forman parte de la categoría de los explotadores y menos sufren ellos mismos la explotación.

Las capas sociales que se elevan en escalón por encima del campesinado y de la comunidad son los kulaks de los pueblos y de las corporaciones de comerciantes, que sin duda explotan al pueblo, pero que a su vez son explotados por las que están sobre ellos: los sacerdotes, los nobles y, sobre todo, los funcionarios inferiores y superiores del gobierno. Lo mismo puede decirse de las filas inferiores del clero, duramente explotadas por las superiores, y las de la clase media, eclipsadas por ricos terratenientes y ex comerciantes, por una parte, y por funcionarios públicos y aristócratas, por la otra. La burocracia y el ejército constituyen una extraña mezcla de elementos activos y pasivos en lo que se refiere a la explotación por parte del Estado, existiendo mayor pasividad en las filas inferiores y mayor actividad consciente en las superiores.

En la cima de esta escala se ubica un pequeño grupo que representa a la categoría de los explotadores en su sentido más puro y activo: los altos funcionarios militares, civiles y eclesiásticos y, con ellos, los que ocupan la cúpula del mundo financiero, industrial y comercial, que devoran -con el consentimiento y bajo la protección del Estado- la riqueza, o mejor dicho, la pobreza del pueblo.

Tenemos aquí el panorama real de la distribución de las riquezas sociales en los dominios de Rusia. Vamos a describir la relación numérica entre estas tres categorías. De los setenta millones que constituyen la población de todo el imperio, pertenecen a la categoría inferior o primera categoría no menos de sesenta y siete o sesenta y ocho millones. El número de explotadores conscientes -de puros y simples explotadores- no excede de tres, cuatro o, a lo sumo, diez mil individuos. Restan, pues, tres o cuatro millones para la categoría intermedia, formada por individuos que son al mismo tiempo explotados y explotadores. Esta categoría puede dividirse en dos sectores: el de la inmensa mayoría, que es explotada en una medida mayor de la que comparten en la explotación de los demás, y el de una minoría que es explotada sólo en pequeño grado y que es más o menos consciente de su propio papel de explotadora. Si agregamos este último sector al de los explotadores de la cúspide, obtendremos alrededor de 200.000 explotadores premeditados y codiciosos sobre 70 millones de habitantes, de manera que la relación es de uno por cada trescientos cincuenta.

El interrogante es ahora éste: ¿Cómo pudo llegar a darse esta monstruosa proporción? ¿Cómo es posible que 200.000 sean capaces de explotar impunemente a 70.000.000? ¿Acaso tienen esas 200.000 personas más fuerza física o inteligencia natural que los otros 70.000.000? Basta haber planeado la pregunta para contestarla negativamente. La fuerza física está por supuesto fuera de cuestión, y en cuanto a inteligencia innata, si tomamos al azar 200.000 personas del estrato inferior y las comparamos con 200.000 explotadores en lo referido a capacidad mental, nos convenceremos de que los primeros poseen mayor inteligencia innata que los últimos, pero éstos tienen una enorme ventaja sobre la masa del pueblo, la ventaja de la educación.

Sí, la educación es una fuerza, y por muy distorsionada, superficial y deficiente que sea la educación de las clases superiores, no hay duda que, unida a otras causas, contribuye poderosamente a conservar el poder en manos de una minoría privilegiada. Pero aquí surge este interrogante: ¿por qué es educada la minoría en tanto que la inmensa mayoría permanece sin educación? ¿Acaso la minoría tiene más capacidad en ese sentido? De nuevo basta plantearse esta pregunta para contestarla negativamente. Existe más capacidad en la masa del pueblo que en la minoría, lo que significa que esta última goza del privilegio de la educación por razones completamente diferentes.

La razón es, por supuesto, por todos conocida: la minoría ha estado desde tiempo atrás en una posición que le permite acceder a la educación y conserva todavía esa posición, mientras que la masa del pueblo no puede lograr ninguna educación; o sea, la minoría ocupa la ventajosa posición de los explotadores mientras que el pueblo es la víctima de su explotación. Esto significa entonces que la actitud de la minoría explotadora con respecto al pueblo explotado ha sido determinada antes del momento en que la minoría comenzó a esforzarse por conservar el poder mediante la educación. ¿Cuál pudo haber sido la base de su poder antes de ese momento? Pudo haber sido solamente el poder del acuerdo.

Todos los Estados, pasados y presentes, tienen como punto de partida constante y principal el acuerdo. En vano se busca esa base principal para la formación de los Estados en la religión. Indudablemente, la religión -es decir, la ignorancia del pueblo, el fanatismo salvaje y la estupidez condicionada por estos factores- contribuyó mucho a formar esa organización sistematizada para la explotación de las masas que es el Estado. Pero a fin de que esa estupidez pudiera ser explotada, fue necesaria la existencia de explotadores que llegaran a un entendimiento mutuo y formaran un Estado.

Tomen cien tontos e invariablemente encontrarán entre ellos unos pocos que sean algo más astutos que el resto, aunque continúen siendo tontos. Por consiguiente, es natural que ésos se conviertan en jefes y que, como tales, probablemente luchen entre sí hasta que lleguen a comprender que de esa manera se destruirían mutuamente sin ninguna ventaja o provecho. Habiendo comprendido esto, comienzan a esforzarse por lograr la unidad. Quizá no se unan completamente, pero se agruparán en dos o tres facciones, mediante otros tantos acuerdos. Luego sobrevendrá una lucha entre estas facciones; cada una usará todos los medios disponibles para poner al pueblo de su lado: demagogia, soborno, engaños y, por supuesto, religión. Allí tenemos el comienzo de la explotación por parte del Estado.

Por último, un partido, basado en el pacto más amplio e inteligente, habiendo vencido a todos los demás, logra el poder exclusivo y crea la ley del Estado. Esa victoria naturalmente atrae hacia el vencedor a varios integrantes del campo de los vencidos, y si el partido victorioso es lo bastante lúcido los acepta de buen grado, demostrando respeto por los miembros más influyentes y fuertes, otorgándoles todo tipo de privilegios según sus cualidades especiales; es decir, los métodos y los medios, adquiridos por hábito o herencia, mediante los cuales explotan más o menos conscientemente a todos los otros; algunos provienen del clero, otros de la nobleza y otros del campo comercial. Así, una vez creados los poderes, surge abiertamente el Estado. Posteriormente, una u otra religión lo explica, sacraliza el hecho de violencia consumado y con ello fundamenta la pretendida razón de Estado.

Una vez lograda la consolidación, los estratos privilegiados continúan desarrollando y fortaleciendo su dominio sobre las masas por medio del crecimiento natural y de la herencia. Los hijos y los nietos de los fundadores de las clases gobernantes se convierten en explotadores cada vez más poderosos, en virtud principalmente de su posición social y no de la existencia de un plan consciente o elaborado. Como resultado de un complot, el poder se concentra más y más en manos de un Estado soberano y la minoría que se ubica junto a él hace de la explotación de las masas -en la medida en que lo hace la gran mayoría de la clase explotadora- su función habitual, tradicional, ritual y aceptada con mayor o menor grado de ingenuidad.

Poco a poco, en medida siempre creciente, la mayoría de los explotadores, por su nacimiento y posición social heredada, comienzan a crecer seriamente en sus derechos innatos e históricos. Y no solamente ellos, sino también las masas explotadas, sometidas a la influencia de los mismos hábitos tradicionales y al perjudicial efecto de malintencionadasdoctrinas religiosas, comienzan a creer en los derechos de sus explotadores y verdugos, y continúan creyendo hasta que su capacidad de sufrimiento llega al borde, despertando en ellos una conciencia diferente.

Esta nueva conciencia surge y se desarrolla muy lentamente en las masas. Pueden pasar siglos antes de que comience a agitarse, pero una vez que comienza a hacerlo no existe fuerza capaz de detener su curso. La gran tarea en el arte de gobernar es evitar, o al menos retardar en lo posible, el despertar de la conciencia del pueblo.

La lentitud del desarrollo de la conciencia racional del pueblo tiene dos causas: primero, el pueblo abrumado por el duro trabajo y más aún por las angustiantes preocupaciones de la vida cotidiana, y segundo, su posición política y económica lo condena a la ignorancia. La pobreza, el hambre, la agotadora faena y la opresión continua bastan para quebrar al hombre más fuerte e inteligente. Agréguese a ello la ignorancia y pronto se llegará a admirar a este pobre pueblo que se arregla, si bien lentamente, para avanzar, y no se torna -por el contrario- más torpe año tras año.

El conocimiento es poder, la ignorancia es la causa de la impotencia social. La situación no sería tan mala si todos se hundieran en el mismo nivel de ignorancia. Si así fuera, los dotados de mayor inteligencia serían los más fuertes. Pero considerando la mayor educación de las clases dominantes, el vigor natural de la mente del pueblo pierde significación. ¿Qué es la educación sino el capital mental, la suma del trabajo mental de todas las generaciones del pasado? ¿Cómo puede una mente ignorante, por vigorosa que sea su naturaleza, sostener una lucha contra el poder mental producido durante siglos de desarrollo? Por eso vemos a menudo a hombres inteligentes del pueblo reverenciando sumisamente a tontos educados. Esos tontos los abruman no con su inteligencia sino con el conocimiento adquirido.

Esto, no obstante, sucede únicamente cuando un campesino sagaz enfrenta a un tonto educado con respecto a asuntos que están más allá del alcance de la comprensión del campesino. En su propio dominio, con respecto a temas que le son familiares, el campesino puede ser más que un competidor para una persona común educada. El problema es que debido a la ignorancia de las personas sencillas el alcance de su pensamiento es muy limitado. Son escasos los campesinos cuya visión vaya más allá de su poblado, mientras que el hombre educado más mediocre aprende a abarcar con su mente superficial los intereses y la vida de países enteros. Es la ignorancia principalmente la que impide al pueblo adquirir conciencia de sus intereses comunes y de su inmenso poder numérico. Es la ignorancia la que le impide elaborar una comprensión compartida y formar una organización subversiva contra el robo y la opresión organizados, contra el Estado. Por consiguiente, todo Estado precavido empleará cualquier medio para conservar la ignorancia del pueblo, condición sobre la cual descansan el poder y la existencia misma del Estado.

Así como el Estado el pueblo está condenado a la ignorancia, las clases gobernantes están destinadas, por su posición en él, a llevar adelante la causa de la “civilización del Estado”. Hasta ahora no ha habido otra civilización en la historia que la civilización de la clase gobernante. El verdadero pueblo, el pueblo laborioso, fue sólo la herramienta y la víctima de esa civilización. Su pesado y brutal trabajo creó las condiciones materiales para la cultura social, que a su vez incrementó el poder de dominación de las clases gobernantes, en tanto éstas recompensaban al pueblo con pobreza y esclavitud.

Si la educación clasista continúa progresando mientras las mentes del pueblo permanecen en el mismo estado, la esclavitud se intensificará más con cada nueva generación. Pero afortunadamente no se da ni un avance ininterrumpido por parte de las clases gobernantes ni una inercia absoluta por parte del pueblo. Además, la educación tradicional de la clase gobernante contiene en su médula un gusano, difícilmente advertible al comienzo pero que crece en la medida en que continúa avanzando la civilización, un gusano que carcome sus partes vitales y que, por último, la destruye completamente. Ese gusano no es otra cosa que el privilegio, la falsedad, la explotación y la opresión del pueblo, que constituyen la esencia de la clase gobernante y, por consiguiente, su conciencia.

En el primer período heroico de gobierno llevado a cabo por las clases gobernantes todo esto era escasamente sentido o comprendido. El egoísmo de éstas aparece velado al comienzo de la historia por el heroísmo de individuos que se sacrifican, pero no con vista al beneficio del pueblo sino al beneficio y la gloria de la clase que para ellos constituye todo el pueblo y fuera de la cual sólo ven enemigos o esclavos. Tales fueron los famosos republicanos de Grecia y de Roma. Pero este período heroico pasó fugazmente; fue seguido por un período en el que el privilegio, al aparecer bajo su verdadera forma, originó egoísmo, cobardía, ruindad y estupidez. Y paulatinamente la tenacidad del Estado se convirtió en corrupción e impotencia.

Durante el período de decadencia de las clases gobernantes surge en su seno una minoría menos corrompida: individuos inteligentes, magnánimos y animosos que prefieren la verdad a sus propios intereses y que han llegado a la idea de que los derechos del pueblo son pisoteados por los privilegios clasistas. Esos individuos generalmente comienzan por hacer intentos de despertar la conciencia de la clase a la cual pertenecen por nacimiento. Luego, convencidos de la inutilidad de esos esfuerzos, le dan la espalda, reniegan de ella y se convierten en apóstoles de la emancipación y de la rebelión del pueblo. Tales fueron nuestros decembristas.

Si los decembristas fracasaron, ello se debió a dos causa principales. En primer lugar, eran nobles, lo cual significaba que no tenían mucha interacción con el pueblo y que poco sabían lo que había que hacer. En segundo lugar, y por la misma razón, no pudieron aproximarse al pueblo ni despertar en él la fe y el fervor necesarios, pues les hablaban a las masas en el lenguaje de su clase y no expresaban los pensamientos del pueblo. Sólo hombres del pueblo pueden ser verdaderos dirigentes de la lucha por la emancipación. Pero, ¿pueden surgir esos libertadores del pueblo de las profundidades de la ignorancia?

En la medida en que la inteligencia y el vigor de las clases dominantes se deteriora, continúan aumentando la inteligencia y por tanto el poder del pueblo. En el pueblo, por lento que haya sido su movimiento hacia la liberación, y por más que muchos textos puedan estar fuera de su alcance, el proceso de verdadero avance no se ha detenido jamás. El pueblo tiene dos libros de los cuales aprender: uno es la amarga experiencia de privaciones, opresión, despojo y tormentos infringidos por el gobierno y las clases dominantes; otro es la viviente tradición oral, que se transmite de generación en generación, ampliándose siempre su alcance y volviéndose más racional su contenido. Con la excepción de momentos muy escasos en que el pueblo intervino en una etapa de la historia como actor principal, su papel se ha limitado al de espectador del drama de la historia, y si tomó parte en él, fue en la mayoría de los casos como supernumerario, empleado como instrumento y por coerción.

En las luchas intestinas de las facciones, la ayuda del pueblo siempre ha sido requerida, prometiéndosele toda clase de beneficios como recompensa. Pero, apenas terminada la batalla con la victoria de uno u otro grupo o con la avenencia mutua, las promesas hechas al pueblo fueron olvidadas. Además, es el pueblo quien siempre ha debido pagar las pérdidas provocadas por esos conflictos. La reconciliación o la victoria sólo pueden tener lugar a expensas del pueblo. Y esto no puede haberse dado de otra manera y será siempre así hasta que las condiciones económicas y políticas sufran un cambio radical.

¿En torno de qué giran todas las pendencias de las facciones? En torno de la riqueza y del poder. ¿Y qué son la riqueza y el poder sino dos formas inseparables de la explotación del trabajo del pueblo y de su poder no organizado? Todas las facciones son fuertes y ricas sólo en virtud del poder y la riqueza robados al pueblo. Esto significa que la derrota de cualquiera de ellas es en realidad la derrota de una parte del poder del pueblo; las pérdidas y la ruina material sufridas por él representan la ruina de la riqueza del pueblo.

Empero, el triunfo y el enriquecimiento de la facción victoriosa no solamente fracasa en beneficiar al pueblo, sino que en verdad empeora su situación: primero, porque únicamente el pueblo soporta el peso de esa lucha, y segundo, porque la facción victoriosa, habiendo eliminado a todos los rivales del campo de la explotación, emprende con renovado gusto y desembozada falta de escrúpulos el negocio de explotar al pueblo.

Tal ha sido la experiencia que el pueblo ha hecho desde comienzos de la historia, experiencia que finalmente lo conduce a la conciencia racional, a una comprensión clara de las cosas adquirida a expensas de sufrimiento, ruina y derramamiento de sangre.[8]




CAPÍTULO II

EL PROBLEMA ECONÓMICO ORIGINA TODOS LOS DEMÁS



Subyaciendo a todos los problemas históricos, nacionales, religiosos y políticos estuvo siempre el problema económico, el más importante y esencial no sólo para el pueblo trabajador sino también para todas las clases, el Estado y la Iglesia. La riqueza siempre ha sido -y todavía lo es- la condición indispensable para la realización de todo lo humano: autoridad, poder, inteligencia, conocimiento, libertad. Esto es verdad en tal medida, que la iglesia más ideal del mundo -la iglesia cristiana-, que predica el desprecio por los bienes terrenales, tan pronto logró vencer al paganismo y fundar su propio poder sobre las ruinas de aquél, orientó toda su acción hacia la adquisición de riqueza.

El poder político y la riqueza son inseparables. Los que tienen poder tienen los medios para obtener riqueza y deben centrar todos sus esfuerzos en adquirirla, pues sin ella no serán capaces de conservar su poder. Los que son ricos debe hacerse fuertes, pues, al carecer de poder, corren el riesgo de ser despojados de su riqueza. El pueblo trabajador ha sido siempre impotente porque estaba golpeado por la pobreza, y estaba golpeado por la pobreza porque carecía del suficiente poder. Considerando esto no es de extrañar que, entre todos los problemas que enfrenta, haya visto y vea como problema primero y principal el problema económico, el problema de obtener el pan.

El pueblo trabajador, perpetua víctima de la civilización, mártir de la historia, no siempre vio y comprendió este problema como lo hace actualmente, pero siempre lo sintió intensamente y uno puede asegurar que entre todos los problemas históricos que provocaron su pasiva simpatía, en todos sus esfuerzos instintivos en los campos religioso y político, ha sido siempre el problema económico que trató de solucionar. Todo pueblo, tomado en su totalidad, es socialista, y todo trabajador que pertenece al pueblo es socialista en virtud de su posición. Y esta forma de ser socialista es incomparablemente más seria que la de aquellos socialistas que, perteneciendo a las clases privilegiadas por la condición ventajosa de su vida, llegan a las convicciones del socialismo sólo por vía de la ciencia y del pensamiento.

De ninguna manera me inclino a subestimar la ciencia o el pensamiento. Comprendo que principalmente son estos dos factores los que distinguen al hombre de los demás animales; los reconozco como a las estrellas que guían toda prosperidad humana. Pero al mismo tiempo comprendo que la suya es sólo una luz fría, que mientras no vaya de la mano de la vida, su verdad no descanse sobre la verdad de la vida, se volverá impotente y estéril. Siempre que contradicen la vida, la ciencia y el pensamiento degeneran en sofisticación, en culto de la falsedad o cobardía vergonzosa e inactividad, pues ni la ciencia ni el pensamiento existen aislados; no son algo abstracto, se manifiestan sólo en el hombre real y todo hombre real es un ser completo que no puede buscar la verdad y la teoría rigurosas y al mismo tiempo gozar los frutos de la falsedad en la práctica. En todo hombre, inclusive en el socialista más convencido, que pertenezca -no por nacimiento sino por una circunstancia accidental- a la clase gobernante, es decir, que explote a otros, se puede descubrir esta contradicción entre el pensamiento y la vida. Y esta contradicción invariablemente lo paraliza, lo vuelve impotente. Por eso sólo puede convertirse en un socialista completamente convencido recién cuando haya roto todos los lazos que lo atan al mundo privilegiado y haya renunciado a todas sus ventajas.

El pueblo trabajador no tiene nada a que renunciar ni nada de que separarse: es socialista por su misma condición. Golpeado por la pobreza, injuriado, oprimido, el trabajador se vuelve por instinto representante de todos los indigentes, de todos los injuriados y de todos los oprimidos. ¿Y cuál es este problema social sino el de la emancipación última e integral de todos los sumergidos? La diferencia esencial entre el socialista educado, que pertenece a la clase gobernante aunque sólo sea por su educación, y el socialista inconsciente del pueblo trabajador reside en el hecho de que el primero, deseando convertirse en un socialista, nunca podrá serlo plenamente, en tanto que el último, siéndolo, no es conciente de ello, no sabe que existe la ciencia social en el mundo e inclusive no oyó nunca la palabra socialismo.

El uno sabe todo acerca del socialismo, pero no es socialista; el otro es socialista aunque nada sepa acerca de él. ¿Qué es preferible? En mi opinión, es preferible ser socialista. Resulta casi imposible pasar, por decirlo así, del pensamiento abstracto -el pensamiento despojado de vida y carente de su fuerza impulsora- a la vida. Pero el caso inverso -la posibilidad de pasar del ser al pensamiento- ha sido confirmado por toda la historia de la humanidad. Y ahora encuentra una fundamentación adicional en la historia del pueblo trabajador.

Todo el problema social se reduce, pues, a un problema muy simple. Inmensas multitudes han estado y aún están condenadas a la pobreza y a la esclavitud. Siempre han constituido una inmensa mayoría comparándola con la minoría opresora y explotadora. Esto significa que el poder numérico siempre estuvo de su lado. ¿Por qué entonces no lo ha usado para librarse del yugo odioso y funesto? ¿Puede uno llegar a imaginar que haya existido un momento en que las masas comenzaron a amar la opresión y a no sentir su penoso yugo? Eso sería contrario al sentido común, contrario a la misma naturaleza del hombre. Todo ser viviente lucha por la prosperidad y la libertad, y para odiar al opresor no es necesario siquiera ser un hombre, basta con ser un animal. Por tanto, la larga y sufrida paciencia de las masas debe explicarse por otras razones.

Indudablemente, una de las causas principales reside en la ignorancia del pueblo. Debido a esa ignorancia, éste no se concibe a sí mismo como una masa todopoderosa unida por lazos de solidaridad. Está desunido en la concepción de sí mismo tanto como está desunido en la vida, como resultado de las oprimentes circunstancias. Esa doble desunión es el origen principal de la impotencia cotidiana del pueblo. Debido a eso, entre las personas ignorantes o que poseen el más bajo nivel de educación o una experiencia colectiva e histórica escasa, todos, toda la comunidad, consideran los problemas y las opresiones que sufren como un fenómeno particular o personal y no como un fenómeno general que los afecta a todos en la misma medida y que, por consiguiente, debe unirlos en un destino compartido, en la resistencia o en el trabajo.

Lo que sucede es precisamente lo contrario: toda región, toda comuna, toda familia y todo individuo consideran a los otros como enemigos dispuestos a imponer su yugo y a despojarlos, y mientras esta alienación mutua continúe, cualquier partido -aunque esté apenas organizado-, cualquier casta o poder estatal, que quizá representen a un número comparativamente pequeño de personas, puede fácilmente embaucar, aterrorizar y oprimir a millones de trabajadores.

La segunda razón -también secuela directa de la misma ignorancia- es que el pueblo no ve y no conoce los verdaderos orígenes de su miseria, y a menudo odia únicamente la manifestación de la causa y no la causa misma, así como un perro puede morder el palo con el que un hombre le pega, pero no al hombre mismo. De esta forma los gobiernos, las castas y los partidos -que han fundado hasta ahora su existencia en las aberraciones mentales del pueblo- pueden continuar engañando. Ignorante de las verdaderas causas de su infortunio, el pueblo no puede, por supuesto, tener idea de la forma y de los medios para lograr su emancipación y se deja desviar de uno a otro camino falso, buscando la salvación donde es imposible hallarla y prestándose como instrumento para ser usado en su propia contra por los opresores.

De este modo, las masas del pueblo, impulsadas por la misma necesidad social de mejorar su vida y de liberarse de la intolerable opresión, se dejan llevar de una a otra forma de sinsentido religioso, de una a otra forma política elaborada para la opresión del pueblo -pues la última siempre es tan opresiva como la anterior o aún peor-, de manera similar al hombre que, atormentado por la enfermedad, va de un lado a otro, pero no encuentra alivio en ninguno.

Tal ha sido la historia del pueblo trabajador en todos los países, en el mundo entero. Una historia desesperanzada, odiosa, horrible, capaz de llevar a la angustia a cualquiera que busque justicia humana. Y sin embargo uno no debe dejarse arrastrar por este sentimiento. Por aborrecible que haya sido esta historia hasta el presente, no puede decirse que se haya dado en vano o que no arrojó ningún beneficio. ¿Qué se puede hacer si, por su propia naturaleza, el hombre está condenado a elaborar su camino desde la más negra oscuridad a la razón, desde el estado animal al humano, en medio de todo tipo de abominaciones y tormentos? Los errores históricos y los infortunios que van de la mano con ellos han dado origen a multitudes de analfabetos. Y esas gentes han pagado con su sudor y con su sangre, con su pobreza, su hambre, su penosa esclavitud, su tormento y hasta su muerte, cada uno de los nuevos movimientos a los que fueron atraídas por las minorías explotadoras. En lugar de los libros que no pudieron leer, la historia escribió a latigazos esas lecciones sobre sus espaldas. Tales lecciones no pueden olvidarse fácilmente. Pagando costosamente cada nueva fe, cada nueva esperanza o cada nuevo error, las masas del pueblo alcanzan la razón por la vía de las estupideces históricas.

A través de amarga experiencia han llegado a comprender la inutilidad de todas las creencias religiosas, de todos los movimientos políticos y nacionales, y de esta manera han llegado por primera vez a plantearse el problema social con claridad. Ese problema corresponde al instinto original y ancestral pero, a través de siglos de desarrollo, desde los comienzos de la historia del Estado, estuvo oscurecido por las miasmas religiosas, políticas y patrióticas. Apartadas ya esas miasmas, Europa se agita por el problema social.

En todas partes las masas comienzan a vislumbrar la verdadera causa de su miseria, comienzan a tener conciencia del poder de la solidaridad y comienzan también a comparar su inmensidad numérica con la insignificancia de quienes las despojan. Pero si han alcanzado esa conciencia, ¿qué les impide liberarse?

La respuesta es: la falta de organización y la dificultad para llegar a un acuerdo mutuo.

Hemos visto que en toda sociedad históricamente desarrollada, como en el caso de la actual sociedad europea, por ejemplo, las masas están divididas en tres categorías principales:

1.      La inmensa mayoría, completamente desorganizada, que es explotada y que no explota a otros;

2.      Un sector considerable que abarca todos los estratos intermedios, una minoría explotadora y al mismo tiempo explotada, que es oprimida y oprime a otros;

3.      Y por último la pura y simple minoría de opresores y explotadores, el grupo más pequeño, conscientes de su función y plenamente de acuerdo con respecto a un plan de acción: afianzar esa clase gobernante suprema.

Hemos vista, además, que en la medida en que ésta crece y se desarrolla, la mayoría de aquellos que forman las clases gobernantes se vuelven en sí mismos una masa semiinstintiva o, si ustedes quieren, un Estado organizado, pero que carece de una comprensión mutua o de una dirección consciente en sus movimientos y acciones. Respecto de las masas trabajadoras, no organizadas en absoluto, estos últimos -los miembros de las clases gobernantes- juegan, por supuesto, el papel de explotadores y continúan oprimiéndolas no a través de un plan deliberado sobre el cual se hayan puesto de acuerdo sino a través de la costumbre, del derecho tradicional y jurídico, creídos -en su mayoría- de la legalidad y de la santidad de ese derecho.

Pero al mismo tiempo, respecto de la minoría que controla el gobierno, respecto del grupo que mantienen un acuerdo mutuo y explícito en cuanto a su curso de acción, ese conjunto intermedio juego el rol más o menos pasivo de una víctima explotada. Y puesto que esta clase media, si bien no suficientemente organizada, conserva más riqueza, educación y libertad de movimientos y acción, como así también una mayor proporción de los otros medios necesarios para organizar conspiraciones y darse una organización -más de la que posee el pueblo trabajador-, a menudo sucede que las rebeliones provienen de esa misma clase media, rebeliones que con frecuencia finalizan con la victoria sobre el gobierno de turno y con el reemplazo de éste por otro gobierno. Tal ha sido la naturaleza de todos los alzamientos políticos internos de los que nos habla la historia.

Estos alzamientos y rebeliones nada bueno pueden reportar al pueblo, pues las rebeliones de las clases gobernantes son siempre debidas a las injurias infringidas a ellos mismos y no a las que sufre el pueblo; tienen como motivo sus intereses y no los intereses del pueblo. No importa cuánto luchen entre sí las clases gobernantes, cuánto puedan rebelarse contra el gobierno existente; ninguna de sus revoluciones tuvo ni tendrá nunca como propósito demoler los fundamentos económicos y políticos del Estado, que son los que hacen posible la explotación de las masas trabajadoras, la existencia de las clases y el principio clasista. No importa cuán revolucionarias puedan ser en espíritu esas clases y cuánto puedan odiar una forma particular del Estado. El Estado mismo es sagrado para ellas; su integridad, poder e intereses son erigidos como intereses supremos. El patriotismo, o sea el sacrificio de sí mismos, de la propia persona y de la propiedad en pro de los fines del Estado, siempre ha sido y es aún hoy estimado como la virtud más alta.

Por consiguiente, ninguna revolución, por denodada y violenta que pueda ser en sus manifestaciones, osará nunca poner su mano sacrílega sobre las arcas sagradas del Estado. Y puesto que ningún Estado es posible sin una organización, una administración, un ejército y un número considerable de hombres investidos de autoridad -o sea, que resulta imposible sin un gobierno-, el derrocamiento de un gobierno es seguido necesariamente de otro más afín o de mayor utilidad para las clases que triunfaron en la lucha.

Pero, por útil que pueda ser, después de su luna de miel el nuevo gobierno comienza a despertar la indignación de las mismas clases que lo llevaron al poder. Tal es la naturaleza de cualquier autoridad: está condenada a actuar mal. No me refiero al mal desde el punto de vista de los intereses del pueblo, pues el Estado, en tanto fuerte de las clases gobernantes, y el gobierno, en tanto guardián de los intereses del Estado, siempre constituyen un mal absoluto para el pueblo. No, me refiero a un mal sentido como tal por las mismas clases en cuyo exclusivo beneficio existen el Estado y el gobierno. A pesar de esa necesidad, el Estado siempre cae sobre ellas como una pesada carga y, si bien sirve a sus intereses esenciales, las esquilma y las oprime, aunque en menor medida que a las masas.

Un gobierno que no haga abuso de su poder y que no sea opresivo, un gobierno imparcial y honesto que actúe igualitariamente y que ignore intereses clasistas, preocupándose exclusivamente de las personas que están subordinadas a él es, como la cuadratura del círculo, un ideal inalcanzable, pues va en contra de la naturaleza humana. Y la naturaleza humana, la naturaleza de todo hombre, tiene tales características que, si se le da poder sobre otros, invariablemente los oprimirá; ubicado en una posición excepcional y apartado de la igualdad humana se convierte en un bribón. La igualdad y la ausencia de autoridad son las únicas condiciones esenciales para la moralidad de todo hombre. Tomen el revolucionario más radical y pónganlo en el trono de Rusia, u otórguenle un poder dictatorial -ilusión de tantos de nuestros revolucionarios novatos- y dentro de una año será peor que el propio emperador.

Las clases gobernantes del reino se convencieron de esto hace mucho tiempo e hicieron circular un dicho que proclama que “el gobierno es un mal necesario”, por supuesto para ellos, pero de ninguna manera para el pueblo, con respecto al cual el Estado y el gobierno que éste requiere no son un mal necesario sino un mal fatal. Si las clases gobernantes pudieran pasarse sin un gobierno, conservando sólo el Estado -o sea la posibilidad y el derecho de explotar el trabajo del pueblo- no instaurarían un gobierno en reemplazo de otro. Pero la experiencia histórica -por ejemplo, el penoso destino que acaeció a la república polaca dirigida por la clase media- les demostró que sería imposible conservar un Estado sin gobierno. La falta de un gobierno engendra ANARQUÍA y la ANARQUÍA conduce a la destrucción del Estado, o sea la esclavización del país en manos de otro Estado, como ocurrió en el caso de la infortunada Polonia, o a la total emancipación del pueblo trabajador y a la abolición de las clases que -así lo esperamos- ocurrirá pronto en toda Europa.

Para disminuir el mal causado por los gobiernos, las clases gobernantes del Estado proyectaron diversos órdenes y formas constitucionales que en la actualidad han condenado a los Estados europeos existentes a oscilar entre el caos social y el despotismo de gobierno; esto ha hecho temblar el edificio gubernamental en tal medida que inclusive nosotros, aun siendo viejos, podemos esperar ser testigos y agentes de su destrucción final. No hay duda de que cuando llegue el momento del desastre, la inmensa mayoría de las personas pertenecientes a las clases gobernantes del Estado estrecharán filas en torno de este último, sin tener en cuento su odio hacia los gobiernos existentes, y lo defenderán contra el pueblo trabajador enfurecido, para salvar la piedra fundamental de su existencia como clase.

Pero, ¿por qué es necesario un gobierno para conservar el Estado? Porque el Estado no puede existir sin una permanente conspiración, una conspiración dirigida, por supuesto, contra las masas para cuya esclavización existen todos los Estados. Y en todo Estado el gobierno no es sino una permanente conspiración por parte de la minoría en contra de la mayoría, a la que esclaviza y esquilma. De la misma esencia del Estado se deduce una organización de tal carácter que no vaya en contra de los intereses del pueblo y que no sea profundamente odiada por éste.

Debido a su ignorancia, a menudo sucede que el pueblo, lejos de levantarse contra el Estado, le muestra cierto respecto, se halla ligado afectivamente a él y espera que éste administre justicia; por consiguiente, parece estar imbuido de sentimientos patrióticos. Pero cuando observamos más de cerca la actitud de cualquier pueblo -inclusive de más patriótico- con respecto al Estado, encontramos que sólo amo y reverencia en él la concepción ideal de todo eso y no su manifestación real. El pueblo odia la esencia del Estado en la medida en que llega a tener contacto con él y está siempre pronto a destruirlo en la medida en que no se halle reprimido por la fuerza organizada del gobierno.

Hemos visto ya que cuanto mayor es la minoría explotadora menor es su capacidad de gobernar directamente los asuntos de un Estado. Las numerosas facciones y la heterogeneidad de los intereses de las clases gobernantes dan origen a su vez al desorden, al caos y al debilitamiento del régimen estatal necesario para mantener la requerida obediencia en el pueblo explotado. Por consiguiente, los intereses de todas las clases gobernantes exigen en forma imperiosa que en su seno cristalice una minoría gobernante aún más compacta y capaz, por ser poco numerosa, de llegar a un acuerdo mutuo para organizar su propio grupo y todas las fuerzas del Estado en beneficio de las clases gobernantes y en contra del pueblo.

Todo gobierno tiene un doble propósito. El propósito principal y reconocido es el de conservar y fortalecer el Estado, la civilización y el orden civil, o sea, la dominación sistemática y legalizada de la clase gobernante sobre el pueblo explotado. El otro propósito, igualmente importante a los ojos del gobierno aunque no reconocido de buen grado ni abiertamente, es la conservación de las ventajas gubernamentales exclusivas de su personal. El primero atañe a los intereses generales de las clases gobernantes; el segundo a la vanidad y a las ventajas excepcionales que gozan los individuos en el gobierno.

Debido a su primer propósito el gobierno se ubica en una actitud hostil al pueblo, debido al segundo, tanto hacia el pueblo como hacia las clases privilegiadas, pues hubo momentos en la historia en que el gobierno se volvió aparentemente más hostil con las clases propietarias que con el pueblo. Esto sucede siempre que las primeras, cada vez más insatisfechas con él, tratan de derrocarlo o de limitar su poder. Entonces, el sentimiento de autoconservación impulsa al gobierno a olvidar su propósito principal, que constituye todo el significado de su existencia: la conservación del Estado o el gobierno clasista y el bienestar clasista contra el pueblo. Pero esos momentos no pueden durar mucho, porque el gobierno -cualquiera sea su naturaleza- no puede existir sin las clases gobernantes, así como éstas no pueden existir sin un gobierno. Ante la falta de cualquier otra clase, el gobierno crea una clase burocrática de su propio seno, como nuestra nobleza rusa.

Todo el problema del gobierno es el siguiente: cómo conservar, mediante el empleo de la fuerza más pequeña posible, pero mejor organizada -tomada del pueblo-, la obediencia de éste o el orden civil, y al mismo tiempo la independencia, no del pueblo -que, por supuesto, está fuera de la cuestión- sino de su Estado contra los proyectos ambiciosos de los poderes vecinos y, por otra parte, cómo incrementar su posesiones a expensas de los mismos poderes. En una palabra, guerra adentro y guerra afuera; tal es la vida del gobierno. Armando y constantemente en guardia contra los enemigos internos y externos. Aunque en sí mismo sea demagógico, inspire opresión y engaño, está obligado a mirar a todos -dentro y fuera de sus límites- como a enemigos y debe conspirar contra todos ellos permanentemente.

No obstante, la enemistad entre los Estados y los gobiernos que los rigen no puede compararse con la enemistad de cada uno de ellos hacia su propio pueblo trabajador. Y así como dos clases gobernantes trabadas en fiera lucha están prontas a olvidar sus odios más intransigentes todas las veces que surge una rebelión del pueblo trabajador, dos Estados o dos gobiernos están prontos a desechar sus enemistades y su abierto enfrentamiento apenas aparece en el horizonte la amenaza de una revolución social. El problema más esencial de todos los gobiernos, de todos los Estados y las clases gobernantes, cualquiera sea la forma, el pretexto, el nombre que puedan usar para disfrazar su naturaleza, es sojuzgar al pueblo y mantenerlo esclavizado, pues éste constituye un problema de vida o muerte para todo lo que se denomina actualmente civilización o Estado civil.

Todos los medios le son permitidos al gobierno para lograr esos propósitos. Lo que en la vida privada se llama infamia, vileza, crimen, asume con los gobiernos carácter de “valor, virtud y deber”. Maquiavelo tenía mil veces razón al sostener que la existencia, la prosperidad y el poder de cualquier Estado -sea monárquico o republicano- debe basarse en el crimen. La vida de todo gobierno es necesariamente una serie de actos indignos, viles y criminales contra todos los pueblos extranjeros y también, y en mucha mayor medida, contra su propio pueblo trabajador. Es una conspiración sin fin contra la prosperidad y la libertad de éste.

La ciencia del gobernar ha sido elaborada y perfeccionada durante siglos. Creo que nadie me acusará de exageración si llamo a esta ciencia la bribonada máxima del Estado, desarrollada entre la lucha constante y con la ayuda de la experiencia de todos los Estados del pasado y del presente. Ésta es la ciencia de esquilmar al pueblo en la forma en que lo sienta menos, pero sin dejarle ningún sobrante -pues cualquier sobrante le daría un poder adicional- y al mismo tiempo de no privarlo del mínimo necesario para mantener su vida miserable y poder así seguir produciendo riqueza.

Es la ciencia de reclutar soldados del pueblo y de organizarlos mediante una hábil disciplina, de formar un ejército regular -el arma principal del Estado-, una fuerza represiva conservada con el propósito de mantener sojuzgado al pueblo. Es la ciencia de distribuir, inteligente y prontamente, unas pocas decenas de miles de soldados, ubicándolos en los puntos más importantes de una región determinada, de manera de mantener a la población en el temor y la obediencia. Es la ciencia de abarcar países enteros con la red más fina de organización burocrática y, mediante disposiciones, decretos y otras medidas, encadenar, desunir y debilitar al pueblo trabajador de manera que no sea capaz de unirse y evolucionar, de manera que permanezca siempre en la más beneficiosa ignorancia -beneficiosa para ele gobierno, para el Estado y para las clases gobernantes-, que hace imposible la influencia de nuevas ideas y de personalidades enérgicas.

Éste es el único propósito de cualquier organización gubernamental: la permanente conspiración del gobierno contra el pueblo. Y esta conspiración, reconocida abiertamente como tal, abarca la diplomacia, la administración interna -militar, civil, policial, judicial, financiera y educacional- y la Iglesia.

Y es contra su inmensa organización -armada con todos los medios, intelectuales y materiales, legales e ilegales y que en caso extremo puede contar con la cooperación de todas o de casi todas las clases gobernantes- contra la que debe luchar el pobre pueblo. Éste, aun teniendo una superioridad numérica abrumadora, es ignorante, está desarmado y carece de organización. ¿Es posible entonces la victoria? ¿Existe, en estas condiciones, alguna posibilidad de tener éxito en la lucha?

No basta que el pueblo despierte y que finalmente se haga consciente de su miseria y de las causas que la producen. Es verdad que existe en él una gran dosis de fuerza elemental, mucho más que en el gobierno y en las clases gobernantes, pero una fuerza elemental que carece de organización no es un poder real. Sobre esta irrefutable ventaja de la fuerza organizada sobre la fuerza elemental está basado el poder del Estado.[9]

Por consiguiente, el problema no es el de si ellos (el pueblo) tienen la capacidad de rebelarse, sino el de si son capaces de formar una organización que les permita llevar la rebelión a un fin victorioso, no a una victoria casual sino a un triunfo final duradero.

En ello -y podríamos decir que exclusivamente en ello- se centra todo este apremiante problema.[10]

La primera condición de la victoria del pueblo es, pues, el acuerdo entre el pueblo o la organización de las fuerzas del pueblo.[11]




CAPÍTULO III

FACTORES SOCIOECONÓMICOS Y PSICOLÓGICOS



Instintos del pueblo y ciencia social. La ciencia social como la doctrina moral sirve simplemente para desarrollar y formular los instintos del pueblo, e inclusive existe una brecha considerable entre éstos y aquélla. Si los instintos hubieran sido suficientes para emancipar al pueblo, esa liberación se habría dada hace ya mucho tiempo. Los instintos del pueblo, sin embargo, no han sido bastante fuertes como para evitar que las masas sufrieran, en todo el curso de su triste y trágica historia, diversos absurdos religiosos, políticos, económicos y sociales.[12]

El instinto del pueblo como factor revolucionario. Las injusticias sufridas por las masas del pueblo no han sido completamente olvidadas por ellas. Su estela dejó algo que se asemeja a una intuitiva conciencia histórica, una ciencia práctica, basada en tradiciones, y que a menudo toma el lugar de la ciencia teórica. Así, por ejemplo, uno puede decir actualmente con cierto grado de seguridad que ninguna nación de Europa Occidental se dejará robar por un impostor religioso, un nuevo mesías o un embaucador político. Uno puede afirmar, asimismo, que las masas europeas sienten intensamente la necesidad de una revolución económica y social; si el instinto del pueblo no se hiciera sentir tan fuerte, profunda e intensamente en ese sentido, ningún socialista en el mundo, por más que poseyera una genialidad igualada, sería capaz de agitar al pueblo.[13]

¿Cómo podría ser capaz el proletariado urbano y rural de resistir las intrigas políticas de los sacerdotes, la nobleza y la burguesía? Para defenderse cuenta solamente con un arma, la de su instinto, que siempre tiende a lo verdadero y a lo justo, pues el pueblo es la víctima principal -ya que no la única- de las iniquidades y falsedades que reinan en forma soberana en la sociedad existente, y porque, oprimido por los privilegios, naturalmente exige igualdad.[14]

El instinto no es un arma adecuada. Pero el instinto no es un arma adecuada para defender al proletariado de las maquinaciones de las clases privilegiadas. El instinto, abandonado a sus propias fuerzas, sin haber sido transformado en pensamiento consciente y claramente definido, se deja con facilidad desencaminar, pervertir y engañar. Y le es imposible alcanzar esa autoconciencia sin la ayuda de la educación y de la ciencia -el conocimiento de los problemas y de los hombres, junto a la experiencia política- está ausente en el proletariado. La consecuencia puede preverse fácilmente: el proletariado tiene una meta, pero individuos astutos, aprovechándose de su ignorancia, lo encaminan hacia otra, sin que él sospeche siquiera que su actuación lo esté alejando de sus fines. Y cuando finalmente advierte lo que está sucediendo, por lo general es demasiado tarde para evitar el mal ya producido, del cual el proletariado es necesaria y naturalmente la víctima primera y principal.[15]

… Los gobiernos, esos guardianes oficialmente autorizados del orden público, de la propiedad y de la seguridad de las personas, nunca dejan de recurrir a tales medidas cuando éstas se hacen necesarias para su conservación. Cuando las circunstancias lo requieren, se vuelven revolucionarios y explotan -orientándolas en su provecho- “las malas pasiones”, las pasiones socialistas. Y nosotros, revolucionarios socialistas, ¡cómo no sabríamos dirigir esas mismas pasiones hacia su verdadera meta, hacia una meta que concuerde con los profundos instintos que animan al pueblo! Esos instintos, lo repito una vez más, son profundamente socialistas, pues son los instintos de todo hombre de trabajo contra los explotadores del trabajo, y precisamente eso es el socialismo elemental, natural y verdadero. El resto -todos los diversos sistemas de organización social y económica- no es más que una elaboración experimental, más o menos científica, y por desgracia frecuentemente dogmática, de ese instinto fundamental y primitivo del pueblo.[16]

La solidaridad de clases es más fuerte que la solidaridad de ideas. Los odios sociales, como los odios religiosos, son mucho más intensos, mucho más profundos que los odios políticos.[17]Por lo general, a un burgués -aunque sea el republicano más progresista- lo afectarán, impresionarán y conmoverán más las desgracias de otro burgués -aunque este último sea un imperialista acérrimo- que los infortunios de un trabajador, de un hombre del pueblo. La diferencia de actitud representa, por supuesto, una gran injusticia, pero esa injusticia no es premeditada; es instintiva. Proviene de que las condiciones y hábitos de vida -los que siempre ejercen sobre los hombres una influencia más poderosa que sus ideas y convicciones políticas-, la manera particular de ser, de desarrollarse, de pensar y de actuar, todas esas relaciones sociales, tan numerosas y que convergen al mismo tiempo tan regularmente sobre un punto -la vida burguesa, el mundo burgués-, establecen entre los hombres pertenecientes a ese mundo (cualesquiera sean las diferencias de opinión que puedan existir en su seno con respecto a los asuntos públicos) una solidaridad que es infinitamente más real, profunda, poderosa y, sobre todo, más sincera que la que puede establecerse entre la burguesía y los trabajadores en virtud de la existencia de una comunidad más o menos amplia de convicciones y de ideas.[18]

Hábitos sociales: su papel y significación. … Debido al origen animal de toda sociedad humana y como resultado de esa fuerza de inercia que ejerce una acción tan poderosa en el mundo intelectual como en el mundo moral y material, en toda sociedad que no ha degenerado sino que continúa progresando y mejorando, el mal, ancestralmente, está más profundamente enraizado que el bien. Esto nos explica por qué del total de hábitos colectivos actuales en los países más o menos civilizados la mayoría de ellos son absolutamente despreciables.

Nadie imagine que quiero declarar la guerra a la tendencia general de la sociedad y de los hombres a dejarse gobernar por el hábito. En esto, como en muchas otras cosas, resulta inevitable que los hombres obedezcan a una ley natural y sería absurdo rebelarse contra una ley de la naturaleza. La acción del hábito en la vida intelectual y moral de los individuos como de las sociedades es la misma que la acción de las fuerzas vegetativas en la vida animal. Ambas son condiciones de existencia y de realidad. El bien y el mal, para adquirir realidad, deben convertirse en hábitos, ya sean los del individuo o los de la sociedad. Todos los ejercicios y los estudios que los hombres realizan tienen sólo este propósito como mira y las mejores cosas echan raíces dentro del hombre y se transforman en su segunda naturaleza sólo por la fuerza del hábito.

Sería entonces un desatino completo rebelarse contra ella, pues se trata de una fuerza inexorable sobre la que nunca podrían triunfar la inteligencia o la voluntad humanas. Pero si -iluminados por las ideas racionales de nuestra época y por el verdadero concepto de justicia elaborado por nosotros- queremos seriamente convertirnos en hombres, debemos hacer sólo una cosa: usar constantemente nuestra fuerza de voluntad, es decir, nuestro hábito de controlar la voluntad ante las circunstancias, a fin de desarraigar los malos hábitos y reemplazarlos por buenos. Para humanizar a la sociedad es su totalidad es necesario destruir sin compasión todas las causas, todas las condiciones económicas, políticas y sociales que provocan en los individuos la tradición del mal y reemplazarlas por condiciones que tendrán como consecuencia necesaria alentar y desarrollar en esos individuos la práctica y el hábito del bien.[19]

La pobreza no es por sí sola factor determinante de la revolución. En Italia, como en cualquier otro país, existe un único e indivisible mundo de individuos rapaces que, saqueando el país en nombre del Estado, lo han conducido -para mayor beneficio de ese Estado- a la pobreza y a la desesperación más extremas.

Pero hasta la pobreza más terrible que pueda llegar a afligir al proletariado no es en sí misma garantía de la inevitabilidad de la revolución. El hombre fue dotado por la naturaleza de una paciencia asombrosa, a veces exasperante, y sólo el diablo sabe durante cuánto tiempo un trabajador es capaz de tolerar esos males cuando, además de la pobreza que lo condena a privaciones sin cuento y a una muerte prolongada por inanición, está dotado también de estupidez, torpeza, falta de conciencia de sus derechos y una imperturbable resignación y obediencia. Un hombre así nunca reaccionará; morirá antes que rebelarse.

La desesperación como factor revolucionario. Cuando es llevado a extremos de desaliento, el hombre es capaz de estallar en un rapto de indignación. La desesperanza es un sentimiento penetrante, intenso. Lo saca del sopor del sufrimiento resignado y eso ya supone una comprensión más o menos clara de la posibilidad de una existencia mejor, a la que, sin embargo, no espera llegar.

Pero como no es posible permanecer mucho tiempo en la desesperación, rápidamente ésta lo lleva a la muerte o a la defensa de una causa. ¿Qué causa? La causa de la emancipación, por supuesto, y del logro de una vida mejor.

El papel del ideal revolucionario. Pero ni siquiera la pobreza y la desesperanza bastan para provocar una revolución social. Aunque puedan originar un número limitado de alzamientos locales, resultan inadecuados para mover a todas las masas populares. Eso sólo puede ocurrir cuando el pueblo está animado por una idea universal surgida históricamente de las profundidades de su instinto (desarrollado, ampliado y clarificado por una serie de acontecimientos significativos, experiencias amargas y penosas) y cuando tiene una idea general de sus derechos, como así también una fe profunda, apasionada -uno podría decir, hasta religiosa- en esos derechos. Cuando ese ideal y esa fe popular confluyen con una pobreza que lleva al hombre a la desesperación, entonces la revolución social es inminente e inevitable y no existe poder en el mundo que sea capaz de detenerla.[20]

Las revoluciones únicamente pueden emprenderse en momentos históricos determinados. Voy a explicar la situación particular que puede llegar a enfrentar el socialismo francés que siga a esta guerra, (Alude a la guerra franco-prusiana de 1870-71, N. E.), en el caso de que la misma termine con una paz vergonzosa y desastrosa para Francia.

Los trabajadores estarán mucho más insatisfechos de lo que han estado hasta ahora. Por supuesto, esto es evidente por sí mismo, pero, se sigue de ello que: ¿se volverán más revolucionarios su temperamento y su espíritu, por su voluntad y sus decisiones?, e incluso si sucede así, ¿resultará para ellos más fácil que hasta ahora emprender una revolución social?[21]

La desesperación y el descontento no bastan. No vacilo en dar aquí una respuesta negativa a ambas preguntas. Primero, el temperamento revolucionario de las masas trabajadoras -y no por cierto de los individuos excepcionales que tengo in mente- no depende sólo del mayor o menor grado de pobreza y descontento sino también de la fe o la confianza que los trabajadores tengan en la justicia y en la necesidad del triunfo final de su causa. Desde que comenzaron a existir las sociedades políticas, las masas fueron siempre acicateadas por la pobreza y el descontento, pues todas las sociedades políticas y todos los Estados -tanto monárquicos como republicanos-, desde el comienzo de la historia hasta nuestros días, siempre estuvieron basados -y todavía lo están- en la pobreza y en el trabajo forzado del proletariado. Por consiguiente, los derechos sociales y políticos, como los bienes materiales, han sido siempre privilegio exclusivo de las clases gobernantes; a las masas trabajadoras sólo les correspondieron las privaciones, el desprecio y la violencia de todas las sociedades políticamente organizadas. De ahí su descontento, sobrellevado durante siglos.[22]

Sin embargo, ese descontento rara vez provoca revoluciones. Vemos que ni siquiera los pueblos reducidos a la miseria más extrema manifiestan signos de agitación. ¿Cuál es la razón de esta situación? ¿Están acaso conformes? En absoluto. La razón es que no tienen conciencia de sus derechos, no tienen fe en su propio poder, y porque carecen de ambas cosas es que siguen siendo esclavos sin esperanzas.[23]

Los obreros, como ocurrió después del alzamiento de diciembre, estarán sometidos a un total aislamiento moral e intelectual y por ello estarán condenados a una completa impotencia. Al mismo tiempo, para dejar sin cabeza a las masas trabajadoras, unos pocos cientos, quizás unos pocos miles de los elementos más enérgicos, más inteligentes, más convencidos y más fervientes, serán arrestados y deportados a Cayena, como se hizo en 1848 y 1851.

¿Y qué harán las masas desorganizadas y decapitadas? Comerán pasto y, fustigadas por el hambre, trabajarán furiosamente para enriquecer a sus patrones. ¡Deberemos esperar mucho tiempo antes que el pueblo trabajador, reducido a tal estado, emprenda una revolución![24]

La desesperación externa, sin el poder organizador de la voluntad colectiva, lleva al desastre. Pero si a pesar de ese miserable estado, el proletariado francés se rebela -conducido por la energía francesa que difícilmente pueda resignarse a la muerte, y también, y en mayor medida, por la desesperación-, entonces los últimos modelos de los fusiles serán puestos en uso para hacer entrar en razón a los trabajadores, por supuesto, estos, frente a tan terrible argumento -al que no opondrán organización, inteligencia ni voluntad colectiva sino únicamente la fuerza desnuda de su desesperación-, se sentirán más impotentes que nunca.[25]

En qué reside la fuerza de un socialismo vital. ¿Y luego? Luego, el socialismo francés dejará de contarse entre las fuerzas activas que impulsan el movimiento y la emancipación del proletariado de Europa. Quizá queden en Francia escritores socialistas y diarios socialistas, si el nuevo gobierno y el canciller de Alemania, el conde Bismarck, aún se dignan tolerarlos. Pero ni los autores, ni los filósofos, ni sus obras, ni siquiera los diarios socialistas constituyen un socialismo viviente y poderoso. Éste se vuelve real sólo en el instinto revolucionario, en la voluntad colectiva y en la organización de las propias masas trabajadoras. Y cuando ese instinto, esa voluntad y esa organización faltan, los mejores libros del mundo no son más que teorizaciones en el vacío, ensueños impotentes.[26]




CAPÍTULO IV

REVOLUCIÓN Y VIOLENCIA REVOLUCIONARIA



Revolución significa guerra. Las revoluciones no son juegos de niños, no son debates académicos en los que sólo se dañan las vanidades, ni justas literarias en las que sólo se derrama profusamente tinta. Revolución significa guerra y eso implica la destrucción de hombres y de cosas. Es de lamentar, por supuesto, que la humanidad no haya inventado todavía un medio más pacífico de progreso, pero hasta ahora cada paso adelante en la historia sólo ha sido alcanzado a costa de mucha sangre. Sobre este respecto, la reacción difícilmente puede hacerle reproches a la revolución; ésta siempre ha pedido más sangre.[27]

La revolución es la destrucción del Estado.[28]

Revolución política y revolución social. Toda revolución política que no tenga como propósito inmediato y directola igualdad económica es, desde el punto de vista de los intereses y derechos populares, sólo una reacción hipócrita y encubierta.[29]

De acuerdo con la opinión casi unánime de los socialistas alemanes, a la revolución social deberá precederla una revolución política. Esto, en mi criterio, es un error importante y fatal porque toda revolución política previa a una revolución social -en consecuencia, sin esta última- será necesariamente una revolución burguesa y una revolución burguesa sólo puede llevar a un socialismo burgués, es decir, está destinada a terminar en una explotación -más hipócrita y más hábil, pero no menos opresiva- del proletariado por la burguesía.[30]

El aspecto político de una revolución social. En una de las asambleas que las izquierdas mantuvieron el 23 ó 24 de agosto (de 1870) -asamblea en la que participaron Thiers y unos pocos miembros de vanguardia de centro-izquierda- cuando aquéllas hubieron expresado su intención de derrocar al gobierno existente, Thiers -que las había instado a no hacerlo- finalmente preguntó: “Pero, después de todo, ¿a quién pondrán en lugar de los ministros depuestos, a quién pondrán en el gabinete?”, y alguien (no sé quién fue) respondió: “No habrá más gabinete; el gobierno será confiado a una nación armada que actuará a través de sus delegados”. Esto, si tiene algún sentido, sólo puede significar: una convención revolucionaria racional y limitada-no una asamblea constituyente, formaba legítima y legalmente por delegados de todos los cantones de Francia-, es decir, una convención formada exclusivamente por delegados de aquellas ciudades que emprendieron la revolución. No sé de quién era esa voz insensata que resonó en ese consejo de hombres sabios. ¿Fue quizá el asno de Balaam, alguna inocente montura del gran profeta Gambetta? Lo cierto es que el asno habló mejor que el profeta. Anunciaba nada más ni nada menos que una revolución social, la salvación de Francia por medio de esa revolución.[31]

¡Guerra hasta el fin! Y no sólo en Francia, sino en toda Europa. Y esa guerra sólo puede terminar con la victoria decisiva de una de las partes y la derrota absoluta de la otra.

Dictadura militar contrapuesta a revolución social. El mundo burgués podrá someter y luego esclavizar a las fuerzas rebeldes del pueblo para obligar a las masas trabajadoras -mediante el poder del Knut(tratamiento de suplicio ruso, N. E.) y de las bayonetas (consagrados, por supuesto, por alguna divinidad y racionalizados por la ciencia)- a seguir trabajando como hasta ahora y esto conducirá directamente al reestablecimiento del Estado bajo su forma más natural: una dictadura militar o un régimen imperial. O bien las masas trabajadoras romperán definitivamente el yugo odioso y secular y destruirán, hasta la raíz, la explotación burguesa y la civilización burguesa basada en esa explotación; eso sería el triunfo de la revolución social, la abolición del Estado.

El Estado y la revolución social son dos polos opuestos, cuyo antagonismo constituye la esencia misma de la vida social de Europa.[32]

El nuevo sistema de organización. La revolución social debe poner fin al viejo sistema basado en la violencia y dar plena libertad a las masas, a los grupos, comunas y asociaciones, y también a los mismos individuos, destruyendo de una vez por todas la causa histórica de todas las violencias: el poder y la existencia del Estado. La caída de éste arrastrará consigo todas las iniquidades del derecho jurídico y también todas las falsedades de las religiones, pues éstas no son más que la consagración complaciente -ideal y real- de todas las violencias representadas, garantizadas y fomentadas por el Estado.[33]

En el seno del proletariado -primero en el francés y en el austriaco, luego en el de los demás países de Europa- ha comenzado a cristalizar una tendencia completamente nueva que se propone abolir en forma directa toda forma de explotación y todo tipo de opresión política, jurídica y también gubernamental; es decir, se propone abolir todas las clases por medio de la igualdad económica y de la desaparición de su último baluarte: el Estado.

Tal es el programa de la revolución social.

Por consiguiente, en la actualidad existe, en todos los países civilizados del mundo, un único problema la emancipación total y definitiva del proletariado de la explotación económica y de la opresión social del Estado. Por supuesto, este problema no podrá resolverse sin una lucha terrible y sangrienta y, en vista de esa situación, el derecho y la importancia de cada nación dependerá de la orientación y del carácter y el grado de participación en esa lucha.[34]

El carácter internacional de la revolución social. La revolución social, pues, no puede limitarse a un solo pueblo; es internacional por su misma esencia.[35]

Bajo la organización histórica, jurídica, religiosa y social de la mayoría de los países civilizados, la emancipación económica de los trabajadores es una imposibilidad terminante y en consecuencia, a fin de lograr y llevar a cabo plenamente esa emancipación, es necesario destruir todas las instituciones modernas: el Estado, la Iglesia, las cortes, la universidad, el ejército y la policía, pues todas ellas son murallas erigidas por las clases privilegiadas contra el proletariado. Y no basta haberlas destruido en un solo país; es esencial destruirlas en todos los países, pues desde el surgimiento de los Estados modernos -en los siglos XVII y XVIII- ha existido entre esos países y esas instituciones una solidaridad cada vez mayor y también poderosas alianzas internacionales.[36]

La revolución no puede improvisarse. Las revoluciones no se improvisan. No son realizadas a voluntad por individuos aislados, ni siquiera por las agrupaciones más poderosas. Se producen por la fuerza de las circunstancias y son independientes de cualquier conspiración o deseo deliberado. Pueden ser previstas… pero nunca puede acelerarse su estallido.[37]

El papel de los individuos en la revolución. La época de las grandes figuras políticas ha pasado. Cuando se trataba de emprender revoluciones políticas, esos individuos tenían su lugar, pues la política tiene por objeto la fundación del Estado y su conservación y quien dice “Estado” dice dominación y sometimiento. Los grandes personajes dominantes son absolutamente necesarios en una revolución política; en una revolución social no solamente resultan inútiles, sino positivamente perjudiciales e incompatibles con el propósito esencial de esa revolución: la emancipación de las masas. En la actualidad, tanto en la acción revolucionaria como en los sindicatos, lo colectivo debe prevalecer sobre lo individual.[38]

En una revolución social -opuesta diametralmente, en todo sentido, a una revolución política-, las acciones individuales son prácticamente nulas, en tanto la acción espontánea de las masas lo es todo. Todo lo que pueden hacer los individuos aislados es elaborar, aclarar y propagar ideas que responden al instinto popular, aportando sus incesantes esfuerzos a la organización revolucionaria de las masas, pero nada además de eso; el resto pueden y deben realizarlo éstas por sí mismas.[39]

Organización y revolución. A fin de que, en el momento en que la revolución estalle en todo su poder, exista una fuerza real -bien encaminada y que en virtud de ello, sea capaz de organizar la revolución y de darle una orientación beneficiosa para el pueblo- es necesaria una organización internacional seria de las asociaciones de trabajadores de todos los países, capaz de reemplazar a los Estados y a la burguesía.[40]

La bancarrota general -pública y privada-, es la primera condición para que se dé una revolución social y económica.[41]

Condiciones previas de una revolución. Pero los Estados no se derrumban por sí solos, no podrán ser destruidos más que por la revolución de todos los pueblos y de todas las razas, por la revolución social internacional. Organizar las fuerzas del pueblo para realizar esa revolución: he aquí el único fin de quienes desean sinceramente la emancipación.[42]

Los obreros industriales y los campesinos en la revolución. La iniciativa en el nuevo movimiento pertenecerá al pueblo; en Europa occidental, a los obreros fabriles y urbanos; en Rusia, Polonia y la mayoría de los países eslavos, a los campesinos.[43]

Pero para que los campesinos se rebelen, es absolutamente necesario que la iniciativa en este movimiento revolucionario parta de los obreros urbanos, pues son éstos quienes reúnen los instintos, las ideas y la voluntad consciente de la revolución social. Por consiguiente, todos los peligros que amenazan al Estado provienen del proletariado urbano.[44]

La revolución: un acto de justicia. La transformación social a la que aspiramos con todo nuestro sentimiento es un gran acto de justicia, que encuentra su sentido en la organización racional de la sociedad con igualdad de derechos para todos.[45]

En ningún otro país es tan inminente la revolución (social) como en Italia, ni siquiera en España, a pesar de que tenga en marcha una revolución oficial. El pueblo espera en Italia una transformación social y aspira a ella conscientemente.[46]

La proximidad de la revolución social. Ni de Italia ni de España puede esperarse una política de conquista; por el contrario, uno puede esperar una revolución social (en ambos países) en un futuro cercano.[47]

En Inglaterra, la revolución social está más próxima de lo que se espera y en ninguna para será tan terrible, porque en ninguna otra parte encontrará una resistencia tan encarnizada y tan bien organizada.[48]

Es posible afirmar que la necesidad de una revolución económica y social es sentida intensamente en la actualidad por las masas europeas y esto es precisamente lo que nos da fe en el triunfo cercano de la revolución social. Pues si el interés colectivo de las masas no se pronuncia por sí mismo muy clara, profunda y resueltamente, ningún socialista del mundo, aunque fuera un hombre genial, sería capaz de lograr que esas masas se levantaran.[49]

La violencia revolucionaria y la necesidad de destrucción de la fuerza política. Profundos historiadores y juristas aún no han comprendido esa sencilla verdad, cuya explicación y confirmación hubieran pedido encontrar en cada página de la historia, pues es sabido que para hacer inofensiva toda fuerza política, para apaciguarla y someterla, no hay más que un medio: su destrucción. Los filósofos no han comprendido que la única garantía contra las fuerzas políticas es su destrucción completa; que en política, como en el ruedo en donde luchan fuerzas y hechos, las palabras, las promesas y los juramentos no tienen valor, pues toda fuerza política, mientras continúe siendo una fuerza verdadera -aunque esté separada o sea contraria a la voluntad de los soberanos y de otras autoridades que la dirijan-, debe tender constantemente a la realización de sus propios fines en virtud de su naturaleza esencial y del peligro de autodestrucción.[50]

El derecho histórico es la consagración de la fuerza. Al asumir su función, el canciller Bismarck pronunció un discurso en el que expuso su programa, diciendo en el que expuso su programa, diciendo entre otras cosas que: “los grandes problemas de Estado se deciden no por el derecho, sino por la fuerza: la fuerza precede siempre al derecho”.

La libertad se conquista por la fuerza. Con su audacia habitual, con su franqueza cínica y llena de desprecio, Bismarck expresó en esas pocas palabras la quintaesencia de la historia política de las naciones, el arcano de la sabiduría del Estado. El predominio y el triunfo incesante de la fuerza: ése es el núcleo del asunto y todo lo que se denomina derecho en el lenguaje político no es más que la consagración del hecho creado por la fuerza. Por supuesto, el pueblo, aun ansiando vehementemente su emancipación, no espera obtenerla del triunfo teórico del derecho abstracto; debe conquistarla por la fuerza y con ese fin debe organizarse fuera del Estado y contra él.[51]

No debe subestimarse el poder de la reacción. El triunfo fácil y sin precedentes de las rebeliones populares contra el ejército en casi todas las capitales de Europa, que marcó el advenimiento de la revolución de 1848, fue perjudicial para los revolucionarios no sólo de Alemania sino también de los demás países, porque suscitó en ellos la ingenua seguridad de que bastaría la menor manifestación del pueblo para romper toda resistencia armada del poder militar. A causa de esa convicción, los prusianos -y en general los revolucionarios y demócratas alemanes- creyeron que serían capaces por sí mismos de mantener al gobierno en un estado de temor permanente ante la amenaza de una rebelión popular y no vieron que era necesario organizar, dirigir y estimular los sentimientos revolucionarios y las fuerzas del pueblo.

Los demócratas burgueses temen la revolución popular. En cambio, hasta los burgueses más revolucionarios temían -consecuentemente con su origen- esos sentimientos y esas fuerzas y, si éstos llegaban a mostrarse, estaban dispuestos a apoyar al Estado a defender el orden establecido, pues consideraban que cuanto más lejana estuviera la rebelión popular tanta más tranquilidad tendrían ellos.

Así fue como los revolucionarios oficiales de Prusia y de Alemania menospreciaron el único medio que poseían para obtener una victoria definitiva y eficaz contra la reacción que surgía nuevamente. No sólo desempeñaron el problema de la organización de una revolución del pueblo, sino que hasta trataron de conciliar y de pacificar, aniquilando de este modo la única arma poderosa de que disponían.[52]

¿Es posible hacer justicia sin emplear la violencia? “Pero ¡cuidado! un problema resuelto en términos de fuerza sigue siendo un problema”.

Pero si la fuerza no puede lograr justicia para el proletariado, ¿qué será capaz de lograrla? ¿Un milagro? No creemos en milagros y quienes hablan al proletariado de tales milagros son embusteros y corruptores. ¿La propaganda moral? ¿La conversión moral de la burguesía por la influencia de los sermones de Mazzini? Eso es algo completamente falso y Mazzini, quien por cierto debe saber historia, no puede hablar de semejante conversión, adormeciendo al proletariado con esas ilusiones ridículas. ¿Existió nunca, en algún período o en algún país, un solo ejemplo de una clase privilegiada y dominante que hiciera concesiones libre y espontáneamente, sin estar empujada por la fuerza o el miedo?

La conciencia de la justicia de una causa no es bastante. La conciencia de la justicia de su causa resulta indudablemente vital para el proletariado, para organizar a sus miembros en una fuerza capaz de alcanzar el triunfo. Y el proletariado no carece hoy de esa conciencia. Donde todavía falte entre los trabajadores, es nuestro deber formularla, pues esa justicia se ha vuelto irrefutable aun a los ojos de nuestros adversarios. Pero la mera conciencia de tal justicia no basta; es necesario que el proletariado sume a ella la organización de sus propias fuerzas, pues ya quedó atrás la época en que los muros de Jericó se derrumbaban al sonido de las trompetas; hoy, para poder luchar es necesaria la fuerza.[53]

La humanidad en las tácticas revolucionarias. Les decimos a los trabajadores: la justicia de su causa es indudable; sólo pueden negarla los canallas. Lo que les falta, sin embargo, es la organización de sus propias fuerzas. Organicen esas fuerzas y derriben lo que se interpone en el camino de la justicia. Comiencen derrocando a todos aquellos que los oprimen. Y luego, asegurada la victoria y destruido el poder del enemigo, muéstrense humanos con los desdichados enemigos vencidos, desarmados e inofensivos; reconózcanlos como hermanos e invítenlos a vivir, a trabajar junto a ustedes el la búsqueda y el cimiento de la igualdad social.[54]

La organización es necesaria. Los trabajadores son muchos, pero el número nada significa si las fuerzas no están organizadas.[55]

¿Qué es, en verdad, lo que observamos? Los movimientos espontáneos de las masas del pueblo -inclusive movimientos tan importantes como el de Palermo en 1866 y el movimiento, aún más importante, de los campesinos de muchas provincias contra las iniquidad de la ley de macinato(en italiano, en el original, N. E.) (Impuesto sobre la molienda)- nunca encuentran simpatía, o encuentran muy poca, entre la juventud revolucionaria de Italia. Si el último movimiento hubiera estado bien organizado y orientado por gente inteligente, podría haber producido una formidable revolución. Careciendo de organización y de rumbo, terminó en un fracaso.[56]

Los trabajadores son socialistas por su instinto de clase. Afortunadamente, el proletariado de las ciudades -sin exceptuar a aquellos que juran por los nombres de Mazzini y Garibaldi- nunca podrá convertirse completamente a las ideas y a la causa de Mazzini y de Garibaldi. Y a los trabajadores no les sucederá esto, simplemente porque ellos -oprimidos, despojados, maltratados, misérrimos y hambrientos- poseen la lógica inherente a su papel histórico.

Los trabajadores pueden aceptar los programas de Mazzini y de Garibaldi, pero en la profundidad de sus estómagos, en la lívida palidez de sus hijos y de sus compañeros de pobreza y sufrimiento, en su esclavitud real y cotidiana, existe algo que exige un cambio más profundo, una revolución social. Todos son socialistas, pese a sí mismos con la excepción de unos pocos individuos -quizás uno entre miles- que, debido a cierta astucia, oportunidad o bribonada de su parte, han ingresado o esperan ingresar en las filas de la burguesía. Todos los demás -y me refiero a las masas de trabajadores que siguen a Mazzini y a Garibaldi- son sus partidarios sólo en la imaginación; en la realidad no pueden ser más que socialistas revolucionarios.

… Si se organizaran con este fin en toda Italia, armoniosa y fraternalmente, sin reconocer otros dirigentes que su propia juventud colectiva, dentro de un año no existirían más obreros partidarios de Mazzini o de Garibaldi; serían todos revolucionarios socialistas, y patriotas, además, pero en el sentido más humano de la palabra. Serían simultáneamente patriotas e internacionalistas. Crearían así una base inamovible para el futuro de la revolución social.[57]

La revolución social debe ser una revolución simultáneamente de los trabajadores urbanos y del campesinado. Organicen al proletariado de las ciudades en nombre del socialismo revolucionario y, al hacerlo, únanlo con el campesinado. Solo, el levantamiento del proletariado urbano no bastaría; con ello tendríamos una mera revolución política que produciría necesariamente una reacción natural y legítima por parte de los campesinos, y esa reacción por parte de éstos, o simplemente su indiferencia, ahogaría la revolución de las ciudades, como sucedió hace poco en Francia.

Sólo una amplia y arrolladora revolución que abarque tanto a los trabajadores urbanos como a los campesinos sería lo suficientemente fuerte para derribar y romper el poder organizado del Estado, respaldado como está por todos los recursos de las clases propietarias. Pero una revolución que abarque todo, es decir, una revolución social, es una revolución simultánea del pueblo de las ciudades y del campesinado. Ésa es la clase de revolución que debe buscarse, pues sin una organización preparatoria los elementos más poderosos se vuelven insignificantes e impotentes.[58]… Los sindicatos crean ese poder consciente sin el cual es imposible cualquier victoria.[59]



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