miércoles, 23 de mayo de 2012

Mikhail Bakunin - "Federalismo, socialismo y antiteologismo"


PRESENTACIÓN
Miguel Alexandrovitsch Bakunin, considerado como el máximo exponente de la corriente anarquista colectivista, nació en el año de 1814 en la hacienda de Pryamuchino, en Rusia. Cursó sus estudios en San Petesburgo, en la Escuela de artillería. Para el año de 1840, viaja a Alemania en donde profundizaría en sus estudios filosóficos en la Universidad de Berlín. En Alemania entraría en contacto con los círculos socialistas por los que sería fuertemente influenciado.

El desarrollo de su actividad política fue muy agitado, prácticamente se la pasó viajando por Alemania, Rusia, Suiza, Francia e Italia durante los subsecuentes años. El desarrollo de sus ideas anarquistas parte de tres fuentes: el socialismo populista romántico, el anarquismo proudhoniano y la corriente filosófica de los jóvenes hegelianos. Además, las experiencias de la revolución francesa de 1848, de la Primera Internacionaly del movimiento de la comuna de París, darían más solidez al desarrollo de su anarquismo colectivista.

El escrito que aquí presentamos, Federalismo, socialismo y antiteologismo, escrito en 1868, representa una síntesis del pensamiento maduro bakuninista. Aquí encontramos ya claramente establecidas las bases de su planteamiento anarquista colectivista. Sus elementos: el socialismo revolucionario de cara al parlamentarismo socialista, el confederalismo regionalista de cara a las tendencias centralizadoras republicanas y socialistas autoritarias, y el ateismo militante de cara a la postura cínica progubernamentalista frente al asunto de la religión y su influencia en el desarrollo de los movimientos obreros y progresistas de aquella época.

Mediante la lectura de esta obra, es posible compenetrarse en las alternativas propuestas por Miguel Bakunin que influenciarían a un importante sector del movimiento obrero del mundo y que marcarían definitivamente el desarrollo de la corriente conocida con el nombre de socialismo libertario.

Chantal López y Omar Cortés




PROPOSICIÓN RAZONADA AL COMITÉ CENTRAL DE LA LIGA DE LA PAZ Y DE LA LIBERTAD



Señores:

La obra que nos incumbe hoy es organizar y consolidar definitivamente la Liga de la Paz y de la Libertad, tomando por base los principios formulados por el Comité director precedente y votados en el primer Congreso. Esos principios constituyen en lo sucesivo nuestra constitución, la base obligatoria de todos nuestros trabajos posteriores. No nos es permitido ya cercenar la menor parte de ellos; pero tenemos el derecho y aun el deber de desarrollarlos.

Nos parece tanto más urgente cumplir con ese deber cuanto que esos principios, como todo el mundo lo sabe aquí, han sido formulados a la ligera, bajo la presión de la pesada hospitalidad ginebrina... Los hemos esbozado, por decirlo así, entre dos tempestades, forzados como estábamos a aminorar la expresión para evitar un gran escándalo que habría podido culminar en la destrucción completa de nuestra obra.

Hoy que estamos libres de toda presión local, exterior, gracias a la hospitalidad más sincera y más amplia de la ciudad de Berna, debemos establecer esos principios en su integridad, rechazando los equívocos como indignos de nosotros, indignos de la gran obra que tenemos la misión de fundar. Las reticencias, las verdades a medias, los pensamientos castrados, las complacencias, atenuaciones y concesiones de una cobarde diplomacia, no son los elementos de que se forman las grandes obras: éstas no se hacen más que con corazones desprendidos, un espíritu justo y firme, un fin claramente determinado y un gran valor. Hemos emprendido una gran obra, señores, elevémonos a la altura de nuestra empresa: grande o ridícula, no hay término medio; para que sea grande es preciso al menos que por nuestra audacia y por nuestra sinceridad nos hagamos grandes nosotros también...

Lo que os proponemos no es una discusión académica de principios. No ignoramos que nos hemos reunido aquí, principalmente a fin de concertar los medios y las medidas políticas necesarias para la realización de nuestra obra. Pero sabemos también, que en política no hay práctica honesta y útil posible sin una teoría y un fin claramente determinados. De otro modo, por inspirados que estemos en los sentimientos más vastos y más liberales, podríamos terminar en una realidad diametralmente opuesta a esos sentimientos: podríamos comenzar en convicciones republicanas, democráticas, socialistas, y acabar como bismarckianos o bonapartistas.

Debemos hacer hoy tres cosas:

1.      ¿Establecer las condiciones y preparar los elementos de un nuevo congreso?

2.      Organizar nuestra Liga, siempre que se pueda, en todos los países de Europa, extenderla a la misma América, lo que nos parece esencial, e instituir en cada país comités nacionales y subcomités provinciales, dejando a cada uno de ellos toda la autonomía legítima necesaria, y subordinándolos todos, jerárquicamente, al Comité Central de Berna. Dar a esos comités plenos poderes y las instrucciones necesarias para la propaganda y para la recepción de nuevos miembros.

3.      En vista de esa propaganda, fundar un periódico.

¿No es evidente que para hacer bien esas tres cosas, debemos establecer previamente los principios que -al determinar de modo que no deje lugar a equívoco alguno la naturaleza de la Liga- inspirarán y dirigirán por una parte toda nuestra propaganda, tanto verbal como escrita, y por otra servirán de condiciones y de base para la recepción de nuevos miembros? Este último punto, señores, nos parece excesivamente importante. Porque todo el porvenir de nuestra Liga dependerá de las disposiciones, de las ideas y de las tendencias, tanto políticas como sociales, tanto económicas como morales, de esa multitud de nuevos adeptos a quienes vamos a abrir nuestras filas. Al formar una institución eminentemente democrática, no pretenderemos gobernar nuestro pueblo, es decir la masa de nuestros adherentes, de arriba a abajo; y desde el momento que estamos bien constituidos, no permitiremos jamás imponerles por la autoridad nuestras ideas. Queremos, al contrario, que todos nuestros subcomités provinciales y comités nacionales, hasta el Comité Central o Internacional mismo, elegido de abajo a arriba por el sufragio de los adherentes de todos los países, se conviertan en la fiel y obediente expresión de sus sentimientos, de sus ideas y de su voluntad. Pero hoy, precisamente porque estamos resueltos a someternos a los votos de la mayoría, en todo lo que tenga relación con la obra común de la Liga, hoy que somos todavía un pequeño número, si queremos que nuestra Liga no se desvíe nunca del primer pensamiento y de la dirección que le imprimieron sus iniciadores, ¿no debemos tomar medidas para que ninguno pueda entrar en ella con tendencias contrarias a ese pensamiento y a esa dirección? ¿No debemos organizarnos de manera que la gran mayoría de nuestros adherentes permanezca siempre fiel a los sentimientos que nos inspiran hoy, y establecer reglas de admisión que garanticen que, aunque haya cambiado el personal de nuestros comités, el espíritu de la Liga no cambiará nunca?

No llegaremos a ese fin más que estableciendo y determinando tan claramente nuestros principios que ninguno de los individuos que sea, de una manera o de otra, contrario a ella, pueda jamás ocupar un puesto entre nosotros.

No hay duda que si evitamos el precisar bien nuestro carácter real, el número de nuestros adeptos podrá ser luego más grande. Podríamos, aun en ese caso, como nos lo ha propuesto el delegado de Basilea, señor Schmidlin, acoger en nuestras filas muchas gentes de sable y sacerdotes, ¿por qué no gendarmes?, o como acaba de hacerlo la Liga de la Paz, fundada en París bajo la alta protección imperial por los señores Michel Chevalier y Frédéric Passy, suplicar a algunas ilustres princesas de Prusia o de Austria que acepten el título de miembros honorarios de nuestra asociación. Pero, según el proverbio, el que mucho abarca poco aprieta: compraríamos todas esas preciosas adhesiones a precio de nuestra anulación completa, y en medio de tantos equívocos y frases como envenenan hoy la opinión pública de Europa, no seríamos otra cosa que una mala burla más.

Es evidente por otra parte que, si proclamamos altamente nuestros principios, el número de nuestros adherentes será más restringido; pero serán al menos adherentes serios, con los cuales nos será permitido contar, y nuestra propaganda sincera, inteligente y seria no envenenará, sino que moralizará al público.

Veamos, pues, cuáles son los principios de nuestra nueva asociación. Se llama Liga de la Paz y de la Libertad. Es ya mucho; por eso nos distinguimos de todos los que quieren y todos los que buscan la paz a todo precio, aun al precio de la libertad y de la dignidad humana. Nos distinguimos también de la sociedad inglesa de la paz que, haciendo abstracción de toda política, se imagina que con la organización actual de los Estados de Europa la paz es posible. Contrariamente a esas tendencias ultra pacifistas de las sociedades parisiense e inglesa, nuestra Liga proclama que no cree en la paz y que no la desea más que bajo la condición suprema de la libertad.

La libertad es una palabra sublime que designa una cosa muy grande y que no dejará nunca de electrizar el corazón de todos los hombres vivientes, pero que sin embargo exige que se le determine bien, sin lo cual no escaparíamos al equívoco, y podríamos ver burócratas partidarios de la libertad civil, monárquicos constitucionales, aristócratas y burgueses liberales, todos más o menos partidarios del privilegio y enemigos naturales de toda democracia, venir a colocarse en nuestras filas y constituir una mayoría entre nosotros bajo el pretexto de que ellos aman también la libertad.

Para evitar las consecuencias de un malentendido tan molesto, el Congreso de Ginebra ha proclamado que desea fundar la paz sobre la democracia y sobre la libertad, de donde se sigue que para hacerse miembro de nuestra Liga es preciso ser demócrata. Por consiguiente son excluidos de ella todos los aristócratas, todos los partidarios de algún privilegio, de algún monopolio o de alguna exclusividad política, cualquiera que sea, pues la palabra democracia no quiere decir otra cosa que el gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo, comprendiendo por esta última denominación toda la masa de los ciudadanos, -y hoy habrá que añadir, de las ciudadanas también-, que forman una nación.

En este sentido somos ciertamente todos demócratas.

Pero debemos reconocer al mismo tiempo que este término: democracia, no basta para determinar bien el carácter de nuestra Liga, y que, como el de libertad, considerado aparte, puede prestarse a equívocos. ¿No hemos visto desde el comienzo de este siglo en América a los plantadores, a los esclavistas del sur y a todos sus partidarios de Estados Unidos del Norte titularse demócratas? El cesarismo moderno, con sus horrorosas consecuencias, suspendido como una terrible amenaza sobre todo lo que se llama humanidad en Europa, ¿no se dice igualmente demócrata? Y aún el imperialismo moscovita y san-petersburgués, el Estado sin etiquetas, ese ideal de todas las potencias militares y burocráticas centralizadas, ¿no aplastó últimamente a Polonia en nombre de la democracia?

Es evidente que la democracia sin libertad no puede servimos de bandera. Pero, ¿qué es la democracia fundada en la libertad sino la República? La alianza de la libertad con el privilegio crea el régimen monárquico constitucional, pero su alianza con la democracia no puede realizarse más que en la República. Por medida de prudencia, que no aprobamos, el Congreso de Ginebra, en sus resoluciones, ha creído deber abstenerse de pronunciar la palabra República. Pero al proclamar su deseo de fundar la paz en la democracia y en la libertad, se ha declarado implícitamente republicano. Por lo tanto, nuestra Ligadebe ser democrática y republicana al mismo tiempo.

Y nosotros pensamos, señores, que todos somos aquí republicanos en este sentido, que impulsados por las consecuencias de una inexorable lógica, advertidos por las lecciones a la vez tan saludables y tan duras, de la historia, por todas las experiencias del pasado, y sobre todo ilustrados por los acontecimientos que han entristecido a Europa desde 1848, tanto como por los peligros que la amenazan hoy, hemos llegado a esta convicción: que las instituciones monárquicas son incompatibles con el reino de la paz, de la justicia y de la libertad.

En cuanto a nosotros, señores, como socialistas rusos y como eslavos, creemos un deber el declarar francamente que para nosotros la palabra Repúblicano tiene otro valor que este valor negativo: el de ser el derrumbamiento o la eliminación de la monarquía; y que no sólo no es capaz de exaltamos, sino que, al contrario, siempre que se nos presenta la República como una solución positiva y seria de todas las cuestiones del día, como el fin supremo hacia el cual deben tender todos nuestros esfuerzos, experimentamos la necesidad de protestar.

Detestamos la monarquía de todo corazón; no deseamos nada mejor que verla derribada en toda la superficie de Europa y del mundo, y estamos convencidos, como vosotros, que su abolición es una condición sine qua non de la emancipación de la humanidad. Desde este punto de vista somos francamente republicanos. Pero no pensamos que baste derribar la monarquía para emancipar los pueblos y darles la justicia y la paz. Estamos, al contrario, firmemente persuadidos de que una gran República militar, burocrática y políticamente centralizada, puede convertirse, y necesariamente se convertirá, en una potencia conquistadora en el exterior, opresiva en el interior, y que será incapaz de asegurar a sus súbditos, que se llamarán ciudadanos, el bienestar y la libertad. ¿No hemos visto a la gran nación francesa constituirse dos veces en República democrática, y dos veces perder su libertad y dejarse arrastrar a guerras de conquista?

¿Atribuiremos, como lo hacen muchos otros, esas recaídas deplorables al temperamento ligero y a los hábitos disciplinarios históricos del pueblo francés que, según sus detractores, es muy capaz de conquistar la libertad por un impulso espontáneo, tempestuoso, pero no de disfrutarla y de practicarla?

Nos es imposible, señores, asociarnos a esa condena de un pueblo entero, uno de los más inteligentes de Europa. Estamos, pues, convencidos que si en diversas ocasiones ha perdido Francia su libertad y ha visto transformarse su República democrática en dictadura, y en dictadura militar, la culpa no es del carácter de su pueblo, sino de su centralización política que, preparada desde hace mucho tiempo por sus reyes y sus estadistas, personificada más tarde en aquel a quien la retórica complaciente de las Cortes ha llamado Gran Rey, llevada después al abismo por los desórdenes vergonzosos de una monarquía decrépita, habría perecido ciertamente en el lodo si la revolución no la hubiese levantado con sus manos poderosas. Sí, cosa extraña, esa gran revolución que por primera vez en la historia había proclamado la libertad, no para el ciudadano solamente, sino para el hombre, haciéndose heredera de la monarquía que mataba, resucitó al mismo tiempo esta negación de toda libertad: la centralización y la omnipotencia del Estado.

Reconstruida de nuevo por la Constituyente, combatida, es verdad, pero con poco éxito, por los girondinos, esa centralización fue concretada por la Convención Nacional. Robespierre y Saint Just fueron los principales restauradores: nada faltó a la nueva máquina gubernamental, ni el Ser Supremo con el culto del Estado. No esperaba más que un hábil maquinista para mostrar al mundo asombrado, todos los poderes de opresión de que había sido provista por sus imprudentes constructores... y apareció Napoleón I. Por consiguiente esa revolución, a quien primeramente sólo inspiraba el amor a la libertad y a la humanidad, por el solo hecho de creer que podía conciliar ese amor con la centralización del Estado, se suicidó, lo mató, no creando en su lugar más que la dictadura militar, el cesarismo.

¿No es evidente, señores, que para salvar la libertad y la paz de Europa, debemos oponer a esa monstruosa y opresiva centralización de los Estados militares, burocráticos, despóticos, monárquicos, constitucionales y aun republicanos, el grande, el saludable principio del Federalismo, principio sobre el cual nos han dado, por lo demás, una demostración triunfante los últimos acontecimientos en los Estados Unidos de América del Norte?

En lo sucesivo debe ser claro para todos los que quieren realmente la emancipación de Europa que, aun conservando nuestras simpatías hacia las grandes ideas socialistas, y humanitarias enunciadas por la revolución francesa, debemos rechazar su política de Estado y adoptar resueltamente la política de la libertad de los americanos del norte.

Mijail Bakunin




EL FEDERALISMO



Estamos contentos al poder declarar que este principio ha sido unánimemente aclamado por el Congreso de Ginebra. La misma Suiza, que por lo demás lo practica hoy con tanta dicha, se adhirió a él sin restricción alguna y lo aceptó en toda la amplitud de sus consecuencias. Por desgracia, en las resoluciones del Congreso ese principio ha sido muy mal formulado y no se encuentra sino indirectamente mencionado, al principio, con ocasión de la Liga que debemos establecer y más abajo en relación con el periódico que debemos redactar bajo el nombre de los Estados Unidos de Europa, mientras que según nosotros habría debido ocupar el primer puesto en nuestra declaración de principios.

Es una laguna muy molesta y que debemos apresurarnos a colmar. Conforme al sentimiento unánime del Congreso de Ginebra, debemos proclamar:

1.      Que para hacer triunfar la libertad, la justicia y la paz de las relaciones internacionales de Europa, para hacer imposible la guerra civil entre los diferentes pueblos que componen la familia europea, no hay más que un medio: constituir los Estados Unidos de Europa.

2.      Que los Estados Unidos de Europa no podrán formarse jamás con los Estados tales como están constituidos hoy, vista la desigualdad monstruosa que existe entre sus fuerzas respectivas.

3.      Que el ejemplo de la difunta Confederación Germánica ha probado de una manera indiscutible que una confederación de monarquías es risible; que es impotente para garantizar la paz y la libertad de los pueblos.

4.      Que ningún Estado centralizado, burocrático y por eso mismo militar, aunque se llame republicano podrá entrar seria y sinceramente en una confederación internacional. Por su constitución, que será siempre una negación abierta o enmascarada de la libertad, en el interior constituirá, por necesidad, una declaración permanente de guerra, una amenaza contra la existencia de los países vecinos. Fundado esencialmente sobre un acto ulterior de violencia, la conquista, que en la vida privada se llama roto con fractura, -acto bendito por la iglesia de una religión cualquiera, consagrado por el tiempo y por lo mismo transformado en derecho histórico-, y apoyándose en esa divina consagración de la violencia triunfal como sobre un derecho positivo y supremo, todo Estado centralista se presenta por eso como una negación absoluta del derecho de los demás Estados, a quienes no reconoce nunca en los tratados que concluye con ellos más que con un interés político o por impotencia.

5.      Que, por consiguiente, los adherentes de la Liga deberán tender con todos sus esfuerzos a reconstituir sus patrias respectivas a fin de reemplazar en ellas la antigua organización fundada de arriba a abajo sobre la violencia y sobre el principio de la autoridad, por una organización nueva que no tenga otra base que los intereses, las necesidades, y las atracciones naturales de los pueblos, ni otro principio que la federación libre de los individuos en las comunas, de las comunas en las provincias[1], de las provincias en las naciones, en fin, de éstas en los Estados Unidos de Europa primero y más tarde del mundo entero.

6.      En consecuencia, abandono absoluto de todo lo que se llama derecho histórico de los Estados; todas las cuestiones relativas a las fronteras naturales, políticas, estratégicas, comerciales, deberán ser consideradas en lo sucesivo como pertenecientes a la historia antigua y rechazadas con energía por todos los adherentes de la Liga.

7.      Reconocimiento del derecho absoluto de toda nación, grande o pequeña, de todo pueblo, débil o fuerte, de toda provincia, de toda comuna a una completa autonomía, siempre que su constitución interior no sea una amenaza y un peligro para la autonomía y la libertad de los países vecinos.

8.      Del hecho de que un país haya constituido parte de un Estado, aunque se hubiera agregado libremente a él, no se desprende de ningún modo la obligación de quedar asociado siempre a ese Estado. Ninguna obligación perpetua podría ser aceptada por la justicia humana, la única que puede constituir autoridad entre nosotros, y no reconoceremos nunca otros derechos y otros deberes que los que se fundan en la libertad. El derecho de la libre reunión y de la secesión igualmente libre es el primero, el más importante de los derechos políticos; sin él la confederación no sería más que una centralización enmascarada.

9.      Resulta de todo lo que precede que la Liga debe proscribir francamente toda alianza de tal o cual fracción nacional de la democracia europea con los Estados monárquicos, aun cuando esa alianza tuviese por fin reconquistar la independencia o la libertad de un país oprimido; tal alianza, no pudiendo llevar más que a decepciones, sería al mismo tiempo una traición contra la revolución.

10.  Al contrario, la Liga, precisamente porque es la Liga de la paz y porque está convencida de que la paz no podrá ser conquistada y fundada más que en la más íntima y completa solidaridad de los pueblos, en la justicia y en la libertad, debe proclamar altamente sus simpatías hacia toda insurrección nacional contra toda opresión, sea extranjera, sea indígena, siempre que esa insurrección se haga en nombre de nuestros principios y en el interés tanto político como económico de las masas populares, pero no con la intención ambiciosa de fundar un poderoso Estado.

11.  La Liga hará una guerra incondicional a todo lo que se llama gloria, grandeza y potencia de los Estados. A todos esos falsos y maléficos ídolos a que han sido inmolados millones de víctimas humanas, opondremos las glorias de la inteligencia humana, que se manifiestan en la ciencia, y de una prosperidad universal fundada en el trabajo, en la justicia y en la libertad.

12.  La Liga reconocerá la nacionalidad como un hecho natural que tiene incontestablemente derecho a una existencia y a un desenvolvimiento libres, pero no como un principio, -pues todo principio debe llevar el carácter de la universalidad y la nacionalidad no es, al contrario, más que un hecho exclusivo, aislado. Ese llamado principio de nacionalidad, tal como ha sido planteado en nuestros días por los gobiernos de Francia, de Rusia y de Prusia, y aun por muchos patriotas alemanes, polacos, italianos y húngaros, no es más que un derivativo opuesto por la reacción al espíritu de la revolución-, eminentemente aristocrático en el fondo, hasta el desprecio de los dialectos de las poblaciones no instruidas, -que niega implícitamente la libertad de las provincias y la autonomía de las comunas, y no es sostenido en ningún país por las masas populares, de quienes sacrifica sistemáticamente los intereses reales a un supuesto bien público, que no es nunca más que el de las clases privilegiadas-, ese principio no expresa más que los pretendidos derechos históricos y la ambición de los Estados. El derecho de nacionalidad, pues, no podrá ser nunca considerado por la Ligamás que como una consecuencia natural del principio supremo de la libertad, que contra la libertad sea sólo al margen de la libertad.

13.  La unidad es el fin hacia el cual tiende irresistiblemente la humanidad. Pero se hace fatal, destructora de la inteligencia, de la dignidad, de la prosperidad de los individuos y de los pueblos, siempre que se forma fuera de la libertad, sea por la violencia, sea bajo la autoridad de una idea teológica, metafísica, política o aun económica cualquiera. El patriotismo que tiende a la unidad al margen de la libertad, es un patriotismo malo, funesto siempre a los intereses populares y reales del país que pretende exaltar y servir; amigo, a menudo sin quererlo, de la reacción, enemigo de la revolución, es decir de la emancipación de las naciones y de los hombres. La Liga no podrá reconocer más que una sola unidad: la que se constituya libremente por la federación de las partes autónomas en el todo, de suerte que éste, cesando de ser la negación de los derechos y de los intereses particulares, cesando de ser el cementerio a donde van a enterrarse forzosamente todas las prosperidades locales, se convertirá, al contrario, en la confirmación y en la fuente de todas esas autonomías y de todas esas prosperidades. La Liga atacará, pues, vigorosamente toda organización religiosa, política, económica y social que no esté absolutamente penetrada por ese gran principio de la libertad: sin él, no hay inteligencia, no hay justicia, no hay prosperidad, no hay humanidad.

Tales son, señores, según nosotros y sin duda también según vosotros, los desenvolvimientos y las consecuencias necesarias de este gran principio del federalismo que ha proclamado altamente el Congreso de Ginebra. Tales son las condiciones absolutas de la paz y de la libertad.

Absolutas, sí; ¿pero son las únicas? No lo pensamos.

Los Estados del Sur en la gran confederación americana de la América del Norte, ha sido, desde el Acta de la Independencia de los Estados republicanos, demócratas por excelencia[2] y federalistas hasta querer la escisión. Y sin embargo, últimamente se han atraído la reprobación de todos los partidarios de la libertad y de la humanidad en el mundo, y por la guerra inicua y sacrílega que han fomentado contra los Estados republicanos del Norte derribaron y destruyeron la más hermosa organización política que haya existido jamás en la historia. ¿Cuál puede ser la causa de un hecho tan extraño? ¿Es una causa política? No, sería por completo social. La organización política interior de los Estados del Sur ha sido, bajo varios aspectos, más perfecta aún, más completamente libre que la de los Estados del Norte. Sólo que en esa organización magnífica se ha encontrado un punto negro como en las Repúblicas de la antigüedad: la libertad de los ciudadanos ha sido fundada en el trabajo forzoso de los esclavos. Este punto negro bastó para trastocar toda la existencia política de esos Estados.

Ciudadanos y esclavos, tal ha sido el antagonismo en el mundo antiguo, como en los Estados de esclavos del nuevo mundo. Ciudadanos y esclavos, es decir, trabajadores forzados, esclavos, no de derecho sino de hecho, tal es el antagonismo del mundo moderno. Y como los Estados antiguos han perecido por la esclavitud, lo mismo perecerán los Estados modernos por el proletariado.

En vano nos esforzaríamos por consolarnos con la idea de que ese antagonismo es más bien ficticio que real, o que es imposible establecer una línea de demarcación entre las clases poseedoras y las clases desposeídas; pues esas dos clases se confunden una con otra por una cantidad de matices intermedios e imperceptibles. En el mundo natural esas líneas de demarcación no existen tampoco; en la serie ascendente de los seres, es imposible mostrar por ejemplo el punto en que acaba el reino vegetal y comienza el reino animal, dónde cesa la bestialidad y dónde comienza la humanidad. No existe tampoco una diferencia muy real entre la planta y el animal, entre éste y el hombre. Lo mismo pasa en la sociedad humana, a pesar de las posiciones intermedias que forman una transición insensible de una existencia política y social a otra, la diferencia de las clases sin embargo es muy marcada, y todo el mundo sabrá distinguir la aristocracia nobiliaria de la aristocracia financiera, la alta de la pequeña burguesía, y esta última de los proletarios de las ciudades y de las fábricas; lo mismo el gran propietario latifundista, el rentista, el campesino propietario que cultiva la propia tierra, el granjero, del simple proletario del campo.

Todas estas diferentes existencias políticas y sociales se dejan reducir hoy a dos principales categorías diametralmente opuestas entre sí, y enemigas naturales: las clases políticas compuestas de todos los privilegios de la Tierra y del Capital, o sólo de la educación burguesa[3], y las clases obreras desheredadas tanto del Capital como de la tierra, y privadas de toda educación y de toda instrucción.

Habría que ser un sofista o un ciego para negar la existencia del abismo que separa hoy esas dos clases. Como el mundo antiguo, nuestra civilización moderna, que comprende una minoría comparativamente muy restringida de ciudadanos privilegiados, tiene por base el trabajo forzado (por el hambre) de la inmensa mayoría de las poblaciones consagradas fatalmente a la ignorancia y a la brutalidad.

Se esforzaría uno también en vano por persuadirse de que ese abismo podrá ser colmado mediante la simple difusión de la instrucción en las masas populares. Es bueno fundar escuelas para el pueblo; pero es preciso preguntarse si el hombre del pueblo, que vive al día y que alimenta a su familia con el trabajo de sus brazos, privado él mismo de instrucción y de tiempo libre, y forzado a dejarse abrumar y embrutecer por el trabajo para asegurar a los suyos el pan del día siguiente, es preciso preguntarse si tiene, sólo el pensamiento, el deseo y aun la posibilidad de enviar a sus hijos a la escuela y de mantenerlos durante todo el tiempo de su instrucción. ¿No tendrá necesidad del concurso de sus brazos, del trabajo infantil para subvenir a las necesidades de la familia? Será mucho si lleva el sacrificio hasta hacerlos estudiar un año o dos, dejándoles apenas el tiempo necesario para aprender a leer y escribir, a contar y a dejarse envenenar la inteligencia y el corazón por el catecismo cristiano, que se distribuye conscientemente y con una gran profusión en las escuelas populares oficiales de todos los países. Ese poco de instrucción, ¿podrá jamás elevar las masas obreras al nivel de la inteligencia burguesa? ¿Se habrá colmado con eso el abismo?

Es evidente que la cuestión tan importante de la instrucción y de la educación populares depende de la solución de esta otra cuestión tan difícil de una reforma radical en las condiciones económicas actuales de las clases obreras. Modificad las condiciones del trabajo, dad al trabajo todo lo que según la justicia le corresponde y por consiguiente dad al pueblo la seguridad, la comodidad, el ocio y entonces, creedlo, se instruirá y creará una civilización más vasta, más sana, más elevada que la vuestra.

En vano se dirá con los economistas que el mejoramiento de la situación económica de las clases obreras depende del progreso general de la industria y del comercio en cada país y de su completa emancipación de la tutela y de la protección de los Estados. La libertad de la industria y del comercio es ciertamente una gran cosa y uno de los fundamentos esenciales de la futura Alianza Internacional de todos los pueblos del mundo. Amigos de la libertad a todo precio, de todas las libertades, debemos serlo igualmente de ésta. Pero por otra parte debemos reconocer que en tanto que existan los Estados actuales y en tanto que el trabajo continúe siendo el siervo de la propiedad y del Capital, esa libertad, al enriquecer a una mínima porción de la burguesía en detrimento de la inmensa mayoría del pueblo, no producirá más que un solo bien: el de enervar y desmoralizar más completamente al pequeño número de los privilegiados, el de aumentar la miseria, los agravios y la justa indignación de las masas obreras, y por eso mismo el de acercar la hora de la destrucción de los Estados.

Inglaterra, Bélgica, Francia, Alemania, son ciertamente los países de Europa donde el comercio y la industria gozan comparativamente de la mayor libertad y donde han llegado al más alto grado de desenvolvimiento, y son también precisamente los países en que el pauperismo se siente de la manera más cruel, en que el abismo entre los capitalistas y los propietarios por una parte, y las clases obreras por otra, parece haberse agrandado hasta un punto desconocido en las otras naciones. En Rusia, en los Países Escandinavos, en Italia, en España, donde el comercio y la industria se han desarrollado poco, a menos de una catástrofe extraordinaria, se muere raramente de hambre. En Inglaterra la muerte por hambre es un hecho diario. Y no sólo los individuos aislados, son también millares, decenas, centenas de millares los que mueren. ¿No es evidente que en el estado económico que prevalece actualmente en todo el mundo civilizado, la libertad y el desenvolvimiento del comercio y de la industria, las aplicaciones maravillosas de la ciencia a la producción, las máquinas mismas que tienen por misión emancipar al trabajador al aliviar el trabajo humano, esas invenciones, ese progreso, de que se enorgullece con justo título el hombre civilizado, lejos de mejorar la situación de las clases obreras no consiguen más que empeorarla y hacerla más insoportable aún?

Sólo América del Norte hace aún en gran parte excepción a esta regla. Pero lejos de destruirla, esa excepción misma la confirma. Si los obreros son mejor retribuidos allí que en Europa y si no muere allí nadie de hambre, si al mismo tiempo casi no existe tampoco aún el antagonismo de las clases, si todos los trabajadores son ciudadanos y si la masa de los ciudadanos constituye propiamente un solo cuerpo; en fin, si es definida una fuerte instrucción primaria y hasta secundaria en las masas, hay que atribuirlo sin duda en buena parte a ese espíritu tradicional de libertad importado de Inglaterra por los primeros colonizadores de América; suscitado, experimentado, reafirmado en las grandes luchas religiosas, ese principio de la independencia individual y de self-governmentcomunal y provincial, se encuentra favorecido también por la rara circunstancia que transplantado a un desierto, liberado por decirlo así de las obsesiones del pasado, pudo crear un mundo nuevo, el mundo de la libertad. Y la libertad es una maga tan grande, está dotada de una productividad de tal modo maravillosa que sólo al dejarse inspirar por ella, en menos de un siglo, la América del Norte ha podido alcanzar y hasta se podría decir sobrepasar a la civilización de Europa. Pero no hay que engañarse, ese progreso maravilloso y esa prosperidad tan envidiable son debidos en gran parte y sobre todo a una importante ventaja que América tiene de común con Rusia: queremos referirnos a la inmensa cantidad de tierras fértiles y que por falta de brazos permanecen hoy sin cultivo. Hasta el presente al menos, esa gran riqueza territorial ha estado perdida casi para Rusia, porque nosotros no hemos tenido nunca libertad. Fue otra la situación en América del Norte que, por una libertad tal como no existe en ninguna otra parte, atrae cada año centenares de millares de colonos enérgicos, industriosos e inteligentes, y, gracias a esa riqueza, puede recibirlos en su seno. Aleja así al mismo tiempo el pauperismo y retarda el momento en que será planteada la cuestión social: un obrero que no encuentra trabajo o que está descontento del salario que le ofrece el Capital, puede, en caso extremo, emigrar siempre al far west para ocupar allí algún terreno salvaje y sin ocupantes.

Esta posibilidad, que queda siempre abierta como un refugio supremo a todos los obreros de América, mantiene naturalmente el salario a una cierta altura y da a cada uno una independencia desconocida en Europa. Tal es la ventaja, pero he aquí la desventaja: en la baratura de los productos de la industria, que se obtiene en gran parte por la baratura del trabajo, los fabricantes americanos son puestos, en la mayoría de las ocasiones, fuera de combate por los fabricantes de Europa -de donde resulta para la industria de los Estados del Norte la necesidad de una tarifa proteccionista. Pero esto tiene por resultado primero la creación de una multitud de industrias artificiales y sobre todo la opresión y la ruina de los Estados manufactureros del Sur y el hacerles desear la secesión; y, además, la aglomeración en ciudades como Nueva York, Filadelfia, Boston y tantas otras, de las masas obreras proletarias, que poco a poco comienzan a encontrarse ya en una situación análoga a la de los obreros en los grandes Estados manufactureros de Europa. Y vemos, en efecto, que la cuestión social se plantea ya en los Estados del Norte, como se ha planteado mucho antes entre nosotros.

En regla general nos es forzoso reconocer que en nuestro mundo moderno, sino por completo, como en el mundo antiguo, la civilización de un pequeño número está fundada todavía en el trabajo forzado y en la barbarie relativa del gran número. Sería injusto decir que esta clase privilegiada sea extraña al trabajo; al contrario, en nuestros días se trabaja mucho, el número de los absolutamente desocupados disminuye de una manera sensible, se comienza a considerar un honor el trabajo; porque los más dichosos comprenden hoy que para quedar a la altura de la civilización actual, hasta para saber aprovechar los privilegios y para poder conservarlos, hace falta trabajar mucho. Pero hay esta diferencia entre el trabajo de las clases acomodadas y el de las clases obreras: siendo retribuido el primero en una proporción infinitamente más grande que el segundo, concede a su privilegio ratos de ocio, esa condición suprema de todo humano desenvolvimiento, tanto intelectual como moral -condición que no se realiza jamás para las clases obreras. Además el trabajo que se hace en el mundo de los privilegiados es casi exclusivamente un trabajo nervioso, es decir de imaginación, de memoria y de pensamiento; mientras que el trabajo de los millones de proletarios es un trabajo muscular y a menudo, como por ejemplo en todas las fábricas, un trabajo que no es ejercido de ningún modo por todo el sistema muscular del hombre a la vez, sino que desarrolla solamente una parte en detrimento de todas las demás, y se hace en general en condiciones perjudiciales para la salud del cuerpo y contrarias a su desenvolvimiento armónico. Bajo este aspecto, el trabajador de la tierra es siempre más feliz: su naturaleza, no viciada por la atmósfera sofocadora y a menudo envenenada de las fábricas y de los talleres, ni contrahecha por el desenvolvimiento anormal de una de sus fuerzas a expensas de las otras, permanece más vigorosa, más completa, pero en cambio su inteligencia es casi siempre más estacionaria, más pesada y mucho menos desenvuelta que la de los obreros de las fábricas y de las ciudades.

Pero trabajadores de oficios y de fábricas y trabajadores de la tierra forman juntos una sola y misma categoría que representa el trabajo de los músculos, opuesta a los representantes privilegiados del trabajo nervioso. ¿Cuál es la consecuencia de esta división no ficticia, sino muy real, que constituye el fondo mismo de la situación presente tanto política como social?

Para los representantes privilegiados del trabajo nervioso, -que, entre paréntesis, en la organización actual están llamados a representar la sociedad, no porque sean los más inteligentes, sino sólo porque han nacido en medio de la clase privilegiada-, para ellos todos los beneficios, pero también todas las corrupciones de la civilización actual, la riqueza, el lujo, el confort, el bienestar, las dulzuras de la familia, la libertad política exclusiva con la facultad de explotar el trabajo de los millones de obreros y de gobernarlos a capricho y en su interés propio todas las creaciones, todos los refinamientos de la imaginación y del pensamiento... y, con el poder de convertirse en hombres completos, todos los venenos de la humanidad pervertida por el privilegio.

Para los representantes del trabajo muscular, para esos innumerables millones de proletarios y también de pequeños propietarios de la tierra, ¿qué queda?, una miseria sin salida, sin las alegrías de la familia siquiera, porque la familia se convierte en una carga para el pobre; la ignorancia, una barbarie forzosa, casi una bestialidad, diríamos, con el consuelo de que sirven de pedestal a la civilización, a la libertad y a la corrupción de un pequeño número. Por el contrario, han conservado la frescura de espíritu y de corazón. Moralizados por el trabajo, aunque forzado, han conservado un sentido de la justicia muy distinto de la justicia de los jurisconsultos y de los códigos; miserables ellos mismos, compadecen todas las miserias, han conservado un buen sentido no corrompido por los sofismas de la ciencia doctrinaria ni por las mentiras de la política, y como no han abusado, es más, ni siquiera usado de la vida, tienen fe en ella.

Pero, se dirá, ese contraste, ese abismo entre el pequeño número de privilegiados y el inmenso número de los desheredados ha existido siempre, existe aún: ¿Qué es lo que cambio? Ha cambiado esto: que antes ese abismo había sido llenado por las nubes de la religión, de suerte que las masas populares no lo veían, y hoy, desde que la Gran Revolución ha comenzado a disipar esas nubes, comienzan a verlo y a preguntar por su razón de ser. Esto es inmenso.

Desde que la revolución ha hecho caer en las masas su evangelio no místico, sino racional; no celeste, sino terrestre; no divino, sino humano; su evangelio de los derechos del hombre; desde que proclamó que todos los hombres son iguales, que todos están igualmente llamados a la libertad y la humanidad, las masas populares de toda Europa, de todo el mundo civilizado, despertando poco a poco del sueño que las había tenido encadenadas desde que el cristianismo las adormeció con sus narcóticos, comienzan a preguntarse si tienen también derecho a la igualdad, a la libertad y a la fraternidad.

Desde el momento que ha sido planteada esa pregunta, el pueblo, dirigido en todas partes por su admirable buen sentido tanto como por su instinto, ha comprendido que la primera condición de su emancipación real, o si queréis permitirme esta palabra, de su humanización, es ante todo una reforma radical de sus condiciones económicas. La cuestión del pan es para él, con justo título, la primera cuestión, porque Aristóteles la hizo notar ya: el hombre, para pensar, para sentir libremente, para hacerse hombre, debe estar libre de las preocupaciones de la vida material. Por otra parte, los burgueses, que gritan tan fuerte contra el materialismo del pueblo, y que le predican las abstinencias del idealismo, lo saben muy bien, porque predican con palabras, no con ejemplos. La segunda cuestión para el pueblo es la del tiempo libre después del trabajo, condición sine qua non de la humanidad; pero el pan y el tiempo libre no pueden ser obtenidos para él más que por una transformación radical de la organización actual de la sociedad, lo que explica por qué la revolución, impulsada por una consecuencia lógica de su propio principio, ha dado nacimiento al socialismo.




EL SOCIALISMO



Habiendo proclamado la revolución francesa el derecho y el deber de todo individuo humano a llegar a ser hombre, ha culminado en sus últimas consecuencias en el babeuvismo. Babeuf, uno de los últimos ciudadanos enérgicos y puros creados por la revolución y que ésta mató después en tan gran número, que tuvo el honor de contar entre sus amigos hombres como Buonarotti, había reunido, en una concepción singular, las raíces políticas de la patria antigua con las ideas modernísimas de una revolución social. Viendo perecer la revolución por falta de un cambio radical, entonces muy probablemente imposible en la organización económica de la sociedad, fiel por otra parte al espíritu de esta revolución, que había acabado por sustituir con la acción omnipotente del Estado toda iniciativa individual, había concebido un sistema político y social conforme al cual la República, expresión de la voluntad colectiva de los ciudadanos, después de haber confiscado todas las propiedades individuales, las administraría en interés de todos, repartiendo en proporciones iguales a cada uno: la educación, la instrucción, los medios de existencia, los placeres, y forzando a todos sin excepción, según la medida de las fuerzas y de la capacidad de cada cual, al trabajo tanto muscular como nervioso. La conspiración de Babeuf fracasó, y éste fue guillotinado con varios de sus amigos. Pero su ideal de una República socialista no murió con él. Recogido por su amigo Buonarotti, el más grande conspirador de este siglo, esa idea fue transmitida por él como un depósito sagrado a las generaciones nuevas, y gracias a las sociedades secretas que fundó en Bélgica y en Francia, las ideas comunistas germinaron en la imaginación popular. Encontraron desde 1830 hasta 1848 hábiles intérpretes en Cabet y en el señor Louis Blanc, que establecieron definitivamente el socialismo revolucionario. Otra corriente socialista, partida de la misma fuente revolucionaria, que convergía al mismo fin, pero por medios absolutamente diferentes, y que llamaríamos de buena gana el socialismo doctrinario, fue creada por dos hombres eminentes. Sant Simon y Fourier. El saint-simonismo fue comentado, desarrollado, transformado y establecido como sistema casi práctico, como iglesia, por el padre Enfantin, con muchos amigos cuya mayor parte se han vuelto hoy financieros y estadistas singularmente consagrados al imperio. El fourierismo halló su comentarista en la Democratie Pacifique, redactada hasta el 2 de diciembre por el señor Víctor Considerant.

El mérito de estos dos sistemas socialistas, por lo demás diferentes bajo muchos aspectos, consiste, principalmente, en la crítica profunda, científica, severa, que hicieron de la organización actual de la sociedad, de la que revelaron atrevidamente sus monstruosas contradiccciones; además, en el hecho importante de haber atacado fuertemente y quebrantado el cristianismo en nombre de la rehabilitación de la materia y de las humanas pasiones, tan calumniadas y al mismo tiempo tan practicadas por los sacerdotes cristianos. Los saint-simonianos han querido sustituir el cristianismo por una religión nueva, basada en el culto místico de la carne, con una jerarquía nueva de sacerdotes, nuevos explotadores de la muchedumbre por el privilegio del genio, de la habilidad o del talento. Los fourieristas, por su parte, mucho más sinceramente demócratas, imaginaron los falansterios gobernados y administrados por jefes, elegidos mediante el sufragio universal, y en los cuales cada uno, pensaban ellos, encontraría por sí mismo su puesto y su trabajo, según la naturaleza de sus pasiones. Los defectos de los saint-simonianos son demasiado visibles para que sea necesario detallarlos. El doble error de los fourieristas consistió ante todo en que creyeron sinceramente que por la sola fuerza de su persuasión y de su propaganda pacífica, conseguirían conmover los corazones de los ricos hasta el punto de que éstos irían por sí mismos a depositar el exceso de sus riquezas a las puertas de sus falansterios; y en segundo lugar, en que imaginaron que se podía teóricamente, a priori, construir un paraíso social, en el que pudiera caber toda la humanidad del porvenir. No comprendieron que podemos enunciar los grandes principios de su desenvolvimiento futuro pero que debemos dejar a las experiencias del porvenir la realización práctica de esos principios.

En general, la reglamentación ha sido la pasión común de todos la socialistas de antes de 1848, menos de uno sólo. Cabet, Louis Blanc, fourieristas, saint-simonianos, todos tenían la pasión de adoctrinar y de organizar el porvenir, todos han sido poco más o menos, autoritarios.

Pero he ahí que apareció Proudhon: hijo de un campesino, y por naturaleza e instinto cien veces más revolucionario que todos los socialistas doctrinarios y burgueses, se armó de una crítica tan profunda y penetrante como despiadada, para destruir todos sus sistemas. Oponiendo la libertad a la autoridad contra esos socialistas de Estado, se proclamó atrevidamente anarquista, y, en las barbas de su deísmo o de su panteísmo, tuvo el valor de proclamarse sencillamente ateo, o más bien, con Agusto Comte, positivista. Su socialismo, fundado en la libertad tanto individual como colectiva, en la acción espontánea de las asociaciones libres, no obedeciendo a otras leyes que a las generales de la economía social, descubiertas o a descubrir por la ciencia, al margen de toda reglamentación gubernamental y de toda protección de Estado, subordinando, por otra parte, la política a los intereses económicos, intelectuales y morales de la sociedad, debía más tarde, y por una consecuencia necesaria, llegar al federalismo.

Tal fue el estado de la ciencia social antes de 1848. La polémica de los periódicos, de las hojas volantes y de los folletos socialistas llevó una masa de nuevas ideas al seno de las clases obreras; éstas se saturaron de esas nuevas ideas, y cuando estalló la revolución de 1848, el socialismo se manifestó como una potencia.

El socialismo, hemos dicho, fue el primer hijo de la Gran Revolución, pero antes de haberlo engendrado había dado a luz un heredero más directo, su hermano mayor, el niño bien amado de los Robespierre y de los Saint Just: el republicanismo puro, sin mezcla de ideas socialistas, retoño de la antigüedad e inspirado en las tradiciones heroicas de los grandes ciudadanos de Grecia y de Roma. Mucho menos humanitario que el socialismo, casi no conoce al hombre y no reconoce más que al ciudadano; y mientras que el socialismo trata de fundar una República de hombres, él no quiere más que una República de ciudadanos, aunque esos ciudadanos deban, lo mismo que en las constituciones que sucedieron, como consecuencia natural y necesaria, a la constitución de 1793 (desde el momento que ésta, después de haber vacilado un instante, acabó por ignorar sistemáticamente la cuestión social), -aunque deban a titulo de ciudadanos activos, para servirnos de una expresión de la Constituyente, fundar el privilegio cívico en la explotación del trabajo de los ciudadanos pasivos. El republicanismo político, por otra parte, no es, al menos no pretende ser, egoísta para sí mismo, sino que debe serlo para la patria, a quien coloca en su corazón libre por encima de sí, de todos los individuos, de todas las naciones del mundo y de la humanidad entera. Por consiguiente ignorará siempre la justicia internacional; en todos los debates, tenga o no razón su patria, le dará la preferencia sobre las otras, querrá que domine siempre y que aplaste a las naciones extranjeras, por su poder y su gloria. Se hará naturalmente conquistador-, a pesar de que la experiencia de los siglos le haya demostrado que los triunfos militares deben terminar fatalmente en el cesarismo. El republicano socialista detesta la grandeza, el poder y la gloria militar del Estado, -prefiere la libertad y el bienestar. Federalista en el interior, quiere la confederación internacional, primero por espíritu de justicia, luego porque está convencido que la revolución económica y social, sobrepasando los límites artificiales y funestos de los Estados, no podrá realizarse, al menos en parte, más que por la acción solidaria, si no de todas, al menos de la mayor parte de las naciones que constituyen hoy el mundo civilizado, y que tarde o temprano deberán terminar todas por asociarse-. El republicano exclusivamente político es un estoico; no se reconoce derechos, sino sólo deberes, o como en la República de Mazzini, no admite más que un solo derecho: el de consagrarse y sacrificarse siempre por la patria, el de no vivir más que para servirla y el de morir por ella con alegría, como dice la canción de que el señor Alejandro Dumas dotó gratuitamente a los girondinos: Morir por la patria es la suerte más bella, la más digna de envidia. El socialista, al contrario, se apoya en sus derechos positivos a la vida y a todos los goces tanto intelectuales y morales como físicos de la vida. Ama la vida y quiere gozarla plenamente. Constituyendo parte de sí mismo sus convicciones, y estando sus deberes para con la sociedad indisolublemente ligados a sus derechos, para quedar fiel a unos y a otros, sabrá vivir según la justicia, como Proudhon, y, en caso de necesidad, morir como Babeuf; pero no dirá nunca que la vida de la humanidad debe ser un sacrificio ni que la muerte sea la suerte más dulce. La libertad para el republicano político no es más que una vana palabra; es la libertad de ser esclavo voluntario, víctima abnegada del Estado; siempre dispuesto a sacrificar la suya, sacrificará con gusto la libertad de los demás. El republicanismo político termina, pues, necesariamente en el despotismo. La libertad unida al bienestar y que produce la humanidad de todos por la humanidad de cada uno, es para el republicano socialista todo, mientras que el Estado no es a sus ojos más que un instrumento, un servidor de su bienestar y de la libertad de cada uno. El socialista se distingue del burgués por la justicia; no reclama para sí mismo más que el fruto real de su propio trabajo; y se distingue del republicano exclusivo por su franco y humano egoísmo; vive abiertamente y sin frases para sí mismo y sabe que al hacerlo según la justicia sirve a la sociedad entera, y al servirla se beneficia a sí mismo. El republicano es rígido, y a menudo, por patriotismo -como el sacerdote por religión-, cruel. El socialista es natural, moderadamente patriota, pero al contrario siempre muy humano. En una palabra, entre el socialista republicano y el republicano político hay un abismo: uno, por ser una creación semirreligiosa, pertenece al pasado; el otro, positivista o ateo, pertenece al porvenir.

Este antagonismo se reveló plenamente a la luz del día en 1848. Desde las primeras horas de la revolución, no se entendieron de ningún modo; sus ideales, todos sus instintos los arrastraban en sentido diametralmente opuesto. Todo el tiempo que transcurrió desde febrero hasta junio se pasó en tiranteces que, al implantar la guerra civil en el campo de los revolucionarios, al paralizar sus fuerzas, debieron naturalmente favorecer la causa de la coalición, por lo demás formidable, de todos los matices de la reacción reunidos y confundidos en lo sucesivo, por el miedo, en un solo partido. En junio, los republicanos se coaligaron a su vez con la reacción para aplastar a los socialistas. Creyeron haber obtenido la victoria y habían arrojado al abismo su República bien amada. El General Cavaignac, el representante del honor de la bandera contra la revolución, fue el precursor de Napoleón III. Todo el mundo lo comprendió entonces, si no en Francia al menos en todas partes, porque esa funesta victoria de los republicanos contra los obreros de París fue celebrada como un gran triunfo por todas las Cortes de Europa y los oficiales de las guardias prusianas, con sus Generales a la cabeza, se apresuraron a enviar una circular de felicitaciones fraternales al General Cavaignac.

Espantada por el fantasma rojo, la burguesía de Europa se dejó caer en un servilismo absoluto. Frondosa y liberal por naturaleza, no adora el régimen militar, pero optó por él en presencia de los peligros amenazadores de una emancipación popular. Habiendo sacrificado su dignidad con todas sus gloriosas conquistas del siglo XVIII y del comienzo de este siglo (XIX), creyó al menos haber comprado la paz y la tranquilidad necesarias para el éxito de sus transacciones comerciales e industriales: Nosotros os sacrificamos la libertad-parecía decir a las potencias militares que se elevaron de nuevo sobre las ruinas de esa tercera revolución- dejadnos en cambio explotar tranquilamente el trabajo de las masas populares y protegednos contra sus pretensiones, que pueden parecer legítimas en teoría, pero que, desde el punto de vista de nuestros intereses, son detestables. Se le prometió todo, se mantuvo también la palabra. ¿Por qué, pues, la burguesía, toda la burguesía de Europa, está generalmente descontenta hoy?

No había calculado que el régimen militar cuesta caro, que ya por su sola organización interior paraliza, inquieta, arruina las naciones y que, además, obedeciendo a una lógica que le es propia y que no ha sido desmentida jamás, tiene por consecuencia infalible la guerra; guerras dinásticas, guerras de punto de honor, guerras de conquista o de fronteras naturales, guerras de equilibrio -destrucción y todo para satisfacer la ambición de los príncipes y de sus favoritos, para enriquecerlos, para ocupar, para disciplinar las poblaciones y para llenar la historia.

Ahora la burguesía lo comprende, y por eso está descontenta del régimen que ha contribuido tan fuertemente a crear. Está cansada; pero ¿qué pondrá en lugar de lo que existe?

La monarquía constitucional ha pasado a la historia, y por lo demás no ha prosperado nunca prodigiosamente en el continente europeo; hasta en Inglaterra, esa cuna histórica del constitucionalismo moderno batida en brecha hoy por la democracia que se levanta, está quebrantada, se bambolea y bien pronto no será capaz de contener la ola creciente de las pasiones y de las demandas populares.

¿La República? Pero ¿qué República? ¿Política solamente o democrática social? ¿Son todavía socialistas los pueblos? Sí, más que nunca.

Lo que sucumbió en junio de 1848 no es el socialismo en general, es sólo el socialismo de Estado, el socialismo autoritario y reglamentario, el que había creído, esperado, que iba a ser dada plena satisfacción a las necesidades y a las legítimas aspiraciones de las clases obreras por el Estado y que éste armado de su plenipotencia, quería y podía inaugurar un orden social nuevo. No fue, pues, el socialismo el que murió en junio, fue al contrario el Estado el que se declaró en bancarrota ante el socialismo y el que, al proclamarse incapaz de pagarle la deuda que había contraído hacia él, trató de matarlo para libertarse de la manera más fácil de esa deuda. No consiguió matarlo, pero mató la fe que el socialismo había tenido en él y destruyó al mismo tiempo todas las teorías del socialismo autoritario o doctrinario, de las cuales una, como la Icaria de Cabet y como la Organización del trabajo del señor L. Blanc, habían aconsejado al pueblo que se apoyaran en todas las cosas del Estado, del cual habían demostrado las otras su nulidad por una serie de experiencias ridículas. Hasta la Banca de Proudhon, que habría podido prosperar en condiciones más hermosas, sucumbió aplastada por la animadversión y por la hostilidad general de los burgueses.

El socialismo perdió esa primera batalla por una razón muy sencilla: era rico en instintos y en ideas teóricas negativas, que le daban mil veces razón contra el privilegio; pero carecía absolutamente de ideas positivas y prácticas, que hubiesen sido necesarias para poder edificar sobre las ruinas del sistema burgués un sistema nuevo: el de la justicia popular. Los obreros que combatían en junio por la emancipación del pueblo estaban unidos por instinto, no por ideas, y las ideas confusas que tenían formaban una torre de Babel, un caos, del cual no podía salir nada. Tal fue la causa principal de su derrota. ¿Es preciso por eso dudar del porvenir y de la fuerza actual del socialismo? El cristianismo, que se había dado por objeto la fundación del reino de la justicia en el cielo, ha tenido necesidad de varios siglos para triunfar en Europa. ¿Es preciso asombrarse después de eso de que el socialismo, que se ha planteado un problema mucho más difícil, el del reino de la justicia sobre la Tierra, no haya triunfado en algunos años?

¿Hay necesidad, señores, de demostrar que el socialismo no ha muerto? Para convencerse de ello no hay más que echar una mirada sobre lo que sucede hoy alrededor nuestro en toda Europa. Tras todos los chismes diplomáticos y todos esos rumores de guerra que llenan a Europa desde 1852, ¿qué cuestión seria se ha planteado en todos los países que no sea la cuestión social? Esa es la gran desconocida de que todo el mundo siente la proximidad, que hace temblar a cada uno, pero de la cual nadie se atreve a hablar ... Pero ella habla por sí y cada vez más alto; las asociaciones cooperativas obreras, esas bancas de socorros mutuos y de crédito al trabajo, esas trade-unions y esa Liga Internacional de los obreros de todos los países, todo ese movimiento ascendente de los trabajadores de Alemania, de Francia, de Bélgica, de Inglaterra, de Italia, de Suiza, ¿no prueba que éstos no han renunciado a su fin, ni perdido su fe en la emancipación próxima y que al mismo tiempo han comprendido que para aproximar la hora de la liberación no hay que contar con los Estados, ni con el concurso siempre más o menos hipócrita de las clases privilegiadas, sino con ellos mismos y con sus asociaciones independientes y espontáneas?

En la mayoría de los países de Europa este movimiento en apariencia al menos extraño a la política, conserva aún un carácter exclusivamente económico y por decirlo así, privado. Pero en Inglaterra, se ha planteado ya rotundamente sobre el terreno ardiente de la política y, organizado en una liga formidable, la Liga de la Reforma, ha obtenido ya una gran victoria contra el privilegio políticamente organizado de la aristocracia y de la alta burguesía. Con una paciencia y una consecuencia prácticas verdaderamente inglesas, la Reforma Leaguese ha trazado un plan de campaña, no se disgusta por nada y no se deja espantar ni detener por ningún obstáculo. En diez años a lo sumo, dicen, aún suponiendo los más grandes obstáculos, tendremos el sufragio universal y entonces..., entonces harán la Revolución Social.

En Francia, como en Alemania, procediendo todo silenciosamente por la vía de las asociaciones económicas privadas, el socialismo ha llegado ya a un grado tan alto de poder en el seno de las clases obreras, que Napoleón III por una parte y el conde de Bismarck por otra, comienzan a buscar la alianza ... Bien pronto en Italia y en España, después del fiasco deplorable de todos los partidos políticos, y vista la miseria horrible en que una y otra se hallan sumergidas, toda otra cuestión va a quedar involucrada pronto en la cuestión económica y social. ¿En Rusia y en Polonia existe en el fondo otro problema? Es esa cuestión la que acaba de arruinar las últimas esperanzas de la vieja Polonia nobiliaria, histórica; es ella la que amenaza y la que arruinará la existencia ya tan fuertemente quebrantada de ese horrible imperio de todas las Rusias. En América misma, el socialismo, no se ha expresado completamente en la proposición de un hombre eminente, el señor Charles Summer, senador de Boston, para distribuir las tierras a los negros emancipados de los Estados del sur.

Veis bien, señores, que el socialismo está en todas partes y que, a pesar de su derrota en junio, por un trabajo subterráneo, que lo ha hecho penetrar lentamente en las profundidades de la vida política de todos los países, ha llegado al punto de hacerse sentir, en todas partes, como el poder latente del siglo. Unos años aún y se manifestará como una potencia activa, formidable.

Con muy pocas excepciones, todos los pueblos de Europa, algunos hasta sin conocer la palabra socialismo, son hoy socialistas, y no reconocen otra bandera que la que les anuncia su emancipación económica ante todo, y renunciarían mil veces a toda cuestión antes que a ésta. No es, pues, más que por el socialismo como se podrá arrastrarlos a hacer política, y buena política.

¿No equivale eso a decir, señores, que no nos es permitido hacer abstracción del socialismo en nuestro programa, y que no podríamos abstenernos de él sin condenar nuestra obra entera a la impotencia? Por nuestro programa, al declararnos republicanos federalistas, nos hemos declarado bastante revolucionarios como para desviar de nosotros una buena parte de la burguesía: toda aquella que especula con la miseria y las desdichas de los pueblos y que halla siempre algo que ganar hasta en las grandes catástrofes que, hoy más que nunca, afectan a las naciones. Si dejamos a un lado esa porción activa, inquieta, intrigante, especuladora de la burguesía, nos quedará aún la mayoría de los burgueses tranquilos, industriosos, que hacen algunas veces el mal, más por necesidad que por voluntad y por gusto, y que no quisieran nada mejor que verse libres de esa fatal necesidad que les pone en hostilidad permanente contra las poblaciones obreras y que los arruina al mismo tiempo. Es preciso decirlo bien, la pequeña burguesía, el pequeño comercio y la pequeña industria comienzan a sufrir hoy casi tanto como las clases obreras y si las cosas continúan así, esa mayoría burguesa respetable podría, por su posición económica, confundirse bien pronto con el proletariado. El gran comercio, la gran industria y sobre todo la grande y deshonesta especulación la aplastan, la devoran y la empujan al abismo. La situación de la pequeña burguesía se vuelve, pues, más y más revolucionaria, y sus ideas demasiado tiempo reaccionarias, iluminándose hoy gracias a las terribles lecciones, deberán tomar necesariamente una dirección opuesta. Los más inteligentes comienzan a comprender que no queda otra salvación para la honesta burguesía que la alianza con el pueblo -y que la cuestión social le interesa tanto y del mismo modo que al pueblo.

Este cambio progresivo en la opinión de la pequeña burguesía de Europa es un hecho tan consolador como incontestable. Pero no debemos hacernos ilusiones: la iniciativa del nuevo desenvolvimiento no le pertenecerá a ella, sino al pueblo en Occidente, a los obreros de las fábricas y de las ciudades; entre nosotros, en Rusia y en Polonia y en la mayoría de los países eslavos, a los campesinos. La pequeña burguesía se ha vuelto demasiado medrosa, demasiado tímida, demasiado escéptica para tomar por sí misma una iniciativa cualquiera; se dejará arrastrar, pero no arrastrará a nadie; porque al mismo tiempo que es pobre de ideas, le faltan la fe y la pasión. Esa pasión que rompe los obstáculos y que crea mundos nuevos se encuentra exclusivamente en el pueblo. Por consiguiente pertenecerá al pueblo, sin duda alguna, la iniciativa del nuevo movimiento. ¡Y habríamos de hacer abstracción del pueblo! ¡Y no habríamos de hablar del socialismo, que es la nueva religión del pueblo!

Pero el socialismo, se dice, se muestra inclinado a concluir una alianza con el cesarismo. Ante todo, esto es una calumnia; al contrario, es el cesarismo el que, viendo pender en el horizonte el poder amenazador del socialismo, busca sus simpatías para explotarlas a su modo. Pero, ¿no es esta una razón más para nosotros que nos impulsa a ocuparnos de él, a fin de poder impedir esa alianza monstruosa, cuya conclusión sería sin duda la mayor desgracia que pueda amenazar la libertad del mundo?

Debemos ocuparnos de él al margen mismo de todas estas consideraciones prácticas, porque el socialismo es la justicia. Cuando hablamos de justicia no entendemos con ella la que nos es dada en los códigos y por la jurisprudencia romana, fundada en gran parte en hechos violentos realizados por la fuerza, consagrados por el tiempo y por las bendiciones de una iglesia cualquiera, cristiana o pagana, y como tales aceptados en calidad de principios absolutos, cuyo resto no es más que una deducción lógica[4], nos referimos a la justicia que se funda únicamente en la conciencia de los hombres que encontrareis en la de todo ser humano, aun en la conciencia de los niños, y que se traduce en simple ecuación.

Esta justicia tan universal y que sin embargo, gracias a las invasiones de la fuerza y a las influencias religiosas, no ha prevalecido jamás, ni en el mundo jurídico ni en el mundo económico, debe servir de base al mundo nuevo. ¡Sin ella no hay libertad, no hay República, no hay prosperidad, no hay paz! Debe, pues, presidir todas nuestras resoluciones a fin de que podamos concurrir eficazmente al establecimiento de la paz.

Esta justicia nos manda tomar en nuestras manos la causa del pueblo maltratado hasta ahora tan horriblemente, y reivindicar para él, con la libertad política, la emancipación económica y social.

No os proponemos, señores, tal o cual sistema socialista. Lo que os pedimos es que proclaméis de nuevo este gran principio de la revolución francesa: que todo hombre debe tener los medios naturales y morales para desarrollar toda su humanidad, principio que según nuestra opinión se traduce en el problema siguiente:

Organizar la sociedad de tal suerte que todo individuo, hombre o mujer, al llegar a la vida, encuentre medios poco más o menos iguales para el desenvolvimiento de sus diferentes facultades y para su utilización por el trabajo; organizar una sociedad que al hacer imposible para todo individuo, cualquiera que sea, la explotación del trabajo ajeno, no deje a cada uno participar en el disfrute de las riquezas sociales, que en realidad no son producidas nunca más que por el trabajo, sino en tanto que haya contribuido directamente a producirlas mediante el suyo.

La realización completa de este problema será, sin duda, la obra de los siglos. Pero la historia lo ha planteado y no podríamos hacer abstracción en lo sucesivo de él sin condenarnos a una impotencia completa.

Nos apresuramos a añadir que rechazamos enérgicamente toda tentativa de organización social que, extraña a la más completa libertad, tanto de los individuos como de las asociaciones, exigiría el establecimiento de una autoridad reglamentaria de cualquier naturaleza que fuese, y que en nombre de esa libertad que reconocemos como el único fundamento y como el único creador legítimo de toda organización, tanto económica como política, protestaremos siempre contra todo lo que se asemeje, de cerca o de lejos, al comunismo y al socialismo de Estado.

La única cosa que según nuestra opinión podrá y deberá hacer el Estado, será modificar primeramente, poco a poco, el derecho de herencia, que es una pura creación estatista, una de las condiciones esenciales de la existencia misma del Estado autoritario y divino, y puede y debe ser abolido por la libertad en el Estado -lo que equivale a decir que el Estado mismo debe disolverse en la sociedad organizada libremente según la justicia. Este derecho deberá ser necesariamente abolido, según nosotros, porque en tanto que la herencia exista, habrá desigualdad económica hereditaria, no desigualdad natural de los individuos, sino desigualdad artificial de las clases-, y ésta se traducirá necesariamente siempre en la desigualdad hereditaria del desenvolvimiento y de la cultura de las inteligencias y continuará siendo la fuente y la consagración de todas las desigualdades políticas y sociales. La igualdad del punto de partida al comienzo de la vida para cada uno, en tanto que esa igualdad sea dependiente de la organización económica y política de la sociedad, a fin de que cada uno, hecha abstracción de las naturalezas diferentes, no sea propiamente más que el hijo de sus obras, tal es el problema de la justicia. Según nosotros, el fondo público de instrucción y de educación de todos los niños de ambos sexos, comprendido su mantenimiento desde el nacimiento hasta su mayoría de edad, es el único que debería heredar de todos los moribundos. Añadimos, en calidad de eslavos y de rusos, que entre nosotros la idea social fundada en el instinto general y tradicional de nuestras poblaciones, es que la tierra, propiedad de todo el pueblo, no debe ser poseída más que por los que la cultivan con sus propios brazos.

Estamos convencidos, señores, que este principio es justo, que es una condición esencial e inevitable de toda reforma social seria y que, por consiguiente, la Europa occidental a su vez no podrá dejar de aceptarlo y de reconocerlo a pesar de todas las dificultades que su realización podrá encontrar en ciertos países, como Francia, por ejemplo, donde la mayoría de los campesinos gozan ya de la propiedad de la tierra, pero en la que, por el contrario, también la mayoría de esos mismos campesinos llegará pronto a no poseer nada a consecuencia del parcelamiento que es consecuencia inevitable del sistema político-económico que prevalece hoy en ese país. No hacemos ninguna proposición sobre este asunto, como en general nos abstenemos de toda proposición en relación a tal o cual problema de la ciencia y de la política sociales, convencidos de que todas esas cuestiones deben ser, en nuestro diario, objeto de una discusión seria y profunda. Nos limitamos, pues, hoy, a proponeros la declaración siguiente:

Convencida de que la realización seria de la libertad, de la justicia y de la paz en el mundo, será imposible en tanto que la inmensa mayoría de las poblaciones quede desposeída de todo bien, privada de instrucción y condenada a la nulidad política y social y a una esclavitud de hecho si no de derecho, por la miseria tanto como por la necesidad en que se encuentra de trabajar sin descanso, produciendo todas las riquezas de que el mundo se glorifica hoy y no retirando más que una parte tan pequeña que apenas basta para asegurarle el pan del día siguiente; Convencida de que para todas estas poblaciones, hasta aquí tan horriblemente maltratadas por los siglos, la cuestión del pan es la de la emancipación intelectual, de la libertad y de la humanidad; Que la libertad sin el socialismo es el privilegio, la injusticia; y que el socialismo sin la libertad es la esclavitud y la brutalidad; La Liga proclama públicamente la necesidad de una reforma social y económica radical que tenga por fin la liberación del trabajo popular del yugo del Capital y de los propietarios, liberación fundada en la más estricta justicia, no jurídica, ni teológica, ni metafísica, sino simplemente humana, en la ciencia positiva y en la más absoluta libertad.

Decide al mismo tiempo, que su periódico abrirá ampliamente sus columnas a todas las discusiones serias sobre las cuestiones económicas y sociales, cuando estén sinceramente inspiradas por el deseo de la más vasta emancipación popular, tanto desde el punto de vista material como político e intelectual.

Después de haber expuesto nuestras ideas sobre federalismo y socialismo, creemos deber, señores, entretenernos con una tercera cuestión, que creemos indisolublemente ligada a las dos primeras, es decir, sobre la cuestión religiosa, y os pedimos permiso para resumir todas nuestras ideas sobre este asunto mediante una sola palabra que tal vez os parezca bárbara: antiteologismo.




EL ANTITEOLOGISMO I



Señores, estamos convencidos que ninguna gran transformación política y social es hecha en el mundo sin que haya sido acompañada, y con frecuencia precedida, por un movimiento análogo en las ideas filosóficas y religiosas que dirigen la conciencia tanto de los individuos como de la sociedad.

No siendo todas las religiones con sus dioses más que la creación de la fantasía creyente y crédula del hombre que no llegó todavía a la altura de la reflexión pura y del pensamiento libre apoyado en la ciencia, el cielo religioso no ha sido más que un milagro en el que el hombre exaltado por la fe halló largo tiempo su propia imagen, pero agrandada y trastornada, es decir, divinizada.

La historia de las religiones, la de la grandeza y decadencia de los dioses que se han sucedido, no es, pues, otra cosa que la historia del desenvolvimiento de la inteligencia y de la conciencia colectiva de los hombres. A medida que descubrían, sea en ellos, sea fuera de sí, una fuerza, una capacidad, una cualidad cualquiera la atribuían a sus dioses, después de haberla engrandecido, ampliado por sobre toda medida, como hacen ordinariamente los niños, por un acto de fantasía religioso. De suerte que gracias a esa modestia y a esa generosidad de los hombres, el cielo se ha enriquecido con los despojos de la Tierra, y por una consecuencia natural, cuanto más rico se hacía el cielo, más miserable se volvía la humanidad. Una vez instalada la divinidad fue naturalmente proclamada dueña, fuente dispensadora de todas las cosas; el mundo real no fue ya nada más que por ella, y el hombre, después de haberla creado a su imagen, se arrodilló ante ella y se declaró su criatura, su esclavo.

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